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Despedida a Álvaro Uribe

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Aquellos que llegaron a conocer a Álvaro Uribe durante sus ocho años en la presidencia de Colombia, sabían que él no haría más que "trabajar, trabajar, trabajar" hasta su último minuto en el cargo. No habría sido característico del mandatario reducir el ritmo y avanzar silenciosamente hacia el ocaso.

Por eso, no sorprendió que apenas dos semanas antes de terminar su mandato instruyera a su representante ante la Organización de Estados Americanos en Washington, Luis Alfonso Hoyos, a que convocara una sesión extraordinaria del Consejo Permanente de la OEA para considerar el presunto albergue de narcoterroristas colombianos en Venezuela.

En una presentación de dos horas con video, fotos e imágenes satelitales de supuestos campamentos de rebeldes en territorio venezolano, Hoyos advirtió que esta situación podría "afectar de manera grave los grandes logros de Colombia en los últimos años".

Esa posibilidad sería un tremendo golpe al legado de Uribe. El presidente número 39 de Colombia llegó al cargo en 2002 con la promesa de combatir las fuerzas insurgentes en su país, mientras no demostraran serios propósitos de paz. Con una dedicación y determinación inflexible, rescató su nación del borde del precipicio y la convirtió en un modelo de éxito en la lucha contra insurgencias y el crimen organizado.

Hoyos concluyó su presentación solicitando a la OEA el envío de una comisión internacional de verificación a Venezuela. Luego retó al presidente venezolano, Hugo Chávez, para que le diera la oportunidad a la comisión de refutar la evidencia colombiana.

Chávez, obviamente, dejó pasar la oportunidad. En cambio, rompió relaciones diplomáticas con Colombia, movilizó tropas a la frontera y anunció que una invasión estadounidense desde territorio colombiano era inminente.

Esta no fue la primera riña entre Chávez y Uribe. Las relaciones bilaterales han sido congeladas en varias ocasiones en tiempos recientes y el año pasado Chávez prácticamente acabó con el comercio bilateral.

Esta ocasión tampoco fue la primera vez que Uribe inició acciones contra un vecino que parecía mostrar más consideración por el bienestar de los rebeldes colombianos, que por la situación apremiante del pueblo colombiano.

A finales de 2004, Uribe ordenó la captura de Rodrigo Granda, un vocero internacional del mayor grupo colombiano insurgente, las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia. Granda vivía cómodamente en Caracas. Autoridades venezolanas lo detuvieron y lo entregaron a Colombia; pero, luego, Chávez exclamó que los venezolanos fueron "sobornados" para que secuestraran a Granda.

Hace dos años, Uribe autorizó el bombardeo de un campamento de las FARC dentro de Ecuador en el que perdió la vida Raúl Reyes, el segundo comandante de la organización guerrillera. Funcionarios colombianos se disculparon por la incursión en tierras vecinas. No obstante, aseguraron que la medida se debió a que, a pesar de haber compartido información sobre el campamento con autoridades ecuatorianas, no hubo acción alguna por parte de Ecuador.

En ese sentido, la presentación ante la OEA fue un paso adelante. En vez de actuar por su cuenta violando leyes internacionales y soberanías nacionales, Uribe acudió a la vía diplomática y multilateral para presentar su caso ante el organismo y solicitar a la comunidad internacional que actúe.

Sin embargo, el mandatario colombiano no hace milagros. Ningún otro país, con excepción de Estados Unidos, apoyó la investigación internacional. Después de ocho años de acciones unilaterales, Uribe había cerrado demasiadas puertas.

Incluso en Washington, donde alcanzó a tener una imagen de superhéroe recibió la más alta condecoración civil estadounidense, la Medalla de la Libertad, de manos del presidente George Bush, había perdido parte de su brillo. La mejor muestra de ello es que deja su cargo sin haber logrado la ratificación del tratado de libre comercio con Estados Unidos firmado hace casi cuatro años.

A lo largo de sus dos mandatos consecutivos, trabajó duro y peleó aún con más fuerza. A menudo, también actuó en forma defensiva y hostil. Convencidos de que prefería atajos que lo alejaran del debido proceso, sus opositores lo acusaban de ser tan fanático con su agenda como Chávez. (Claro que es el dignatario colombiano quien abandonará el poder este 7 de agosto, mientras que Chávez dice que planea quedarse hasta el 2021).

No hay duda de que su sucesor, Juan Manuel Santos, quien fue ministro de Defensa en el gobierno de Uribe, se benefició de la popularidad que el presidente mantuvo hasta el final. A diferencia de éste, sin embargo, Santos parece actuar más por conveniencia y pragmatismo que por una convicción profunda.

Tras su elección, invitó a Chávez a su toma de posesión y nombró como canciller a María Ángela Holguín, ex embajadora en Caracas quien es respetada por funcionarios chavistas. Ambos gestos de renovación fueron bien recibidos en los dos países, pero también fueron un reconocimiento tácito por parte de Santos de que su agenda de "prosperidad democrática", y la creación de empleos que requiere, necesitará del retorno a la normalidad de las relaciones comerciales con Venezuela.

Dichos gestos terminaron eclipsados y, tras la ruptura de las relaciones diplomáticas, algunos aseguran que Santos hereda un reto mucho más difícil. Pero después de tocar fondo, los vínculos con Venezuela ahora sólo pueden mejorar. Tal vez esa sea otra razón para que Santos y Colombia le brinden a Uribe una despedida agradecida.

(Marcela Sánchez ha sido periodista en Washington desde comienzos de los noventa y ha escrito una columna semanal hace siete años.