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La travesía que comenzó con una promesa de regreso

Después de doce años de trabajar en Estados Unidos, David García se prepara para emprender el camino de regreso a México.

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El 9 de abril de 1998, al caer la noche, David García emprendió 'la marcha clandestina' por el desierto de Sonora, México.Todo era oscuridad y viento. Sobretodo viento. Lo único que se escuchaba –fuera del incesante murmullo de las corrientes de aire y los remolinos de polvo–  eran las pisadas de los otros ochenta mexicanos que avanzaban como sombras sobre la arena.  

De resto, según David, "era como estar caminando en la luna". La cadencia silenciosa de la manada se alteraba únicamente cuando los helicópteros de la Patrulla Fronteriza –o los "mosquitos", como los llaman en la frontera–, pasaban sobrevolando el área y disparaban sus luces sobre el desierto. Entonces el coyote, que iba en la delantera, se volteaba y en voz baja ordenaba que todos se tiraran al suelo. 

Cuando el ruido de los helicópteros se perdía en la distancia, el grupo volvía a ponerse de pie y con pasos inseguros proseguía la marcha secreta hacia la "tierra de los sueños". Nadie hablaba –nada, ni una sola palabra–, y al interior de ese silencio hermético se fue gestando una suerte de energía nerviosa que entumecía los músculos y aceleraba el pulso. David recuerda que, en medio de la tensión,  atinaba únicamente a llevarse una mano al bolsillo para asegurarse de que todavía estuvieran allí sus 500 dólares, que era todo lo que tenía. 

Durante las 15 horas que duró el recorrido repitió el movimiento más de 30 veces. Cuando se dio cuenta, de la noche no quedaban sino unas cuantas manchas negras desperdigadas en un cielo nuevo, limpio, abierto, y en frente tenía un alambre de púas. Pero no un alambre cualquiera. Este, delimitaba la frontera con el país más poderoso del mundo. Del otro lado estaba Tucson, Arizona. El coyote lo levantó con cuidado y declaró con sonrisa pícara: "Pasen nomás, no tengan miedo, bienvenidos a la Usa". 

En ese momento David sintió que un barranco se le abría en la mitad del pecho. "Pos diun (sic) lado taba (sic) feliz por haber llegado ya, pero uy, también tenía la tristeza bien grande de estar tan lejos". Y cuando dice tan lejos se refiere a la distancia que lo separaba de su mamá, Ceferina, y de su hermana, Gabriela, que se quedaron atrás en el D. F.

Eso fue hace doce años, cuando tenía 20. Ahora, con 32, un pasaje de regreso a México para finales de agosto, 37 mil dólares en su cuenta de ahorros y una casa nueva en el D.F., se puede decir que sí, que cumplió su promesa. "Y por acá no vuelvo", sentencia. 

Durante estos doce años David nunca echó raíces en suelo estadounidense. No hizo una familia, no compró casa, no se comprometió con nada. Desde que llegó tenía claro a qué venía, y a eso vino: A trabajar, claro. "Pos (sic) yo lo he hecho todo güey, primero trabajé en la construcción, luego en la factoría, luego en la limpieza, y desde hace varios años me metí de cocinero. Y pos (sic) ya le hago pasta, comida italiana, crepas, nomás diga qué quiere y yo se lo preparo, jeje."  

Mientras me cuenta su historia no para de lavar la losa. No puede darse el lujo. Tiene tres canastos llenos de platos sucios y ya son las siete de la noche. Sin embargo, así y todo, tiene la gentileza de seguir adelante con la entrevista.

"David –le pregunto– ¿Cómo es que después de doce años no decidiste quedarte ya del todo?"    

"Pos pa (sic) que vea –me contesta mientras se acomoda la cachucha del equipo de fútbol América de México hacia un lado–, esto acá es bien duro y lo explotan a uno. Con decirle que mañana toca madrugar a las cuatro de la mañana para ir a la factoría y después en la tarde volver acá a cocinar. Yo por eso ya me compré mi casa en el D. F y con la plata que tengo voy a montar mi propio restaurante de comida italiana".

Doce años

En estos doce años se jugaron cuatro mundiales de fútbol, Estados Unidos entró en una nueva guerra y por primera vez un afroamericano llegó a la presidencia. En esos mismo doce años fue que se inventaron el i-pod, el Facebook y el Black Berry. En estos doce años el mundo dio 4380 vueltas, y, en definitiva, dejó de ser el mundo que era hace doce años. Sin embargo, no alcanzaron para que García decidiera a establecerse en suelo estadounidense.

"Ponme atención –me dice, sosteniendo un plato con restos de pasta boloñesa en la mano–, yo he estado en Nueva Jersey, en Los Ángeles, en Arizona, en Nueva York, en Boston y en Filadelfia. Y pos te digo una cosa eh, quesque (sic) en ningún lado la paso tan bueno como en México".