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Mariposas

     El niño es primero una ilusión, un anhelo en el corazón de los padres; después es un prodigio: el ser más bello y el más desvalido de la creación.  Al…

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Al principio era minúsculo huevecillo dejado sobre una planta.  El huevecillo se convirtió en gusano; después fue una oruga que se arrastraba y su única ocupación era comer y dormir. A medida que fue creciendo cambió varias veces de piel para finalmente convertirse en una crisálida quieta y temerosa.  Después hubo que dejar la crisálida —prisión segura— para transformarse en mariposa y recorrer mundos ignotos.  ¿Cómo escapar de la prisión tibia y confortable para salir a la luz y al aire, a lo desconocido?  Había que tomar riesgos y aventurarse.

Con una rápida sacudida abre el capullo y la prisionera queda libre.  Lentamente deja atrás el envoltorio roto y vacío de la crisálida.  Desvalida y temblorosa, con sus alas mojadas llenas de arrugas atadas a su espalda ¡se atreve!  En el momento mágico de la transformación  sus alas se desdoblan mostrando suaves y magníficos colores y, poco a poco, a medida que el sol brilla sobre ellas, las arrugas de sus alas se extienden en toda su majestad.  Descansa durante un rato para permitir que sus alas se afirmen y se sequen, y entonces, probando sus fuerzas, bate delicadamente sus alas y al fin se arriesga.  Se eleva en su primer vuelo: el momento más sublime de su existencia.  Se une al grupo de flores aladas que revolotean sobre los verdes campos.  Ya es una mariposa.

El niño es primero una ilusión, un anhelo en el corazón de los padres; después es un prodigio: el ser más bello y el más desvalido de la creación.  Al principio es delicado; necesita mucha atención, cuidado y devoción para sobrevivir.  Luego se arrastra por el suelo y se convierte en explorador.

Un niño es una criatura mágica: encarnación de belleza, verdad, sabiduría, esperanza y mucha energía.  No conoce el odio ni la maldad: su mirada es cándida, confiada y tierna.  Tiene la capacidad de ver más allá del color de la piel y del color de las banderas.  Muy pronto le llega la hora de ir a la escuela, y más pronto aún el momento de dejar las fantasías y los juegos infantiles.

Con mucha imaginación y curiosidad, en ocasiones tímido, en otras autoritario, se convierte en adolescente. El mundo de los juegos y las certezas ha quedado atrás. El universo de los adultos —fascinante y aterrador a la vez— se vislumbra en el horizonte. Como la crisálida, el  joven se detiene, vacila y titubea.  El mundo de los adultos le asombra y le da pavor; le atrae y la repele.  Duda.  Está angustiado e inseguro.  Sabe que tiene alas, pero las lleva replegadas y escondidas: está confundido.  No sabe cómo aplicar los principios y valores aprendidos en el hogar y en las aulas al mundo convulsionado que lo rodea.  Hay mil caminos y hay que escoger uno: necesita un guía.  Y ese guía es el maestro.

El maestro es el que cuida y preserva la verdad y la sabiduría innata de los niños y da seguridad y confianza a los jóvenes: enseña a diferenciar el bien del mal, lo principal de lo accesorio, el contenido de las formas, a distinguir el oropel del oro.  Enseña que el amor es la fuerza que mueve al mundo, pero que no es sólo sentimiento, sino compromiso.

El maestro es el que enseña a enamorarse de las galaxias y de los seres vivos, de las artes y de las ciencias.  Enseña a amar y respetar al Creador del universo y a todo lo por Él creado en la tierra, en el agua y en el firmamento.  Posee la capacidad de derrumbar la prisión de inseguridades y temores con una sonrisa.  Tiene el poder de transmitir confianza y seguridad con su actitud firme, pero a la vez, comprensiva y amorosa, y su mirada jamás pierde la esperanza.  Ante la presencia del maestro el joven tiene permiso de equivocarse, y de intentar una y otra vez.  Luego se atreve: se despoja del miedo y de la incertidumbre, fija la meta, despliega las alas y se aventura a mundos desconocidos.

El maestro es aquél que transforma las titubeantes y temerosas crisálidas en bellas y osadas mariposas.

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