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Valle del Mezquital teme perder hediondo fertilizante

Campesinos temen que el tratamiento de las aguas negras con las que irrigan sus cultivos afecte su productividad.  

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Noche y día, Marcelo Mera Bárcenas salpica la fétida agua que ha
recorrido 100 kilómetros colina debajo de los drenajes de la Ciudad de
México, extendiéndose sobre los maizales y campos de alfalfa de lo que
otrora fue esta árida tierra.

Desde los caminos aquí en el Valle del Mezquital, los campos se
extienden hacia los cerros en un manto de verdor, agraciado con la
presencia de sauces llorones. Pero, de cerca, donde a Mera le pagan por
cada hectárea de campo que irriga, el hedor y apariencia del agua que
alimenta este verdor sofoca los sentidos.

Con apenas unas botas de goma como protección, él no acepta la
creencia generalizada de la localidad en cuanto que el agua no causa
daño, que una tallada con detergente cada noche curará cualquier mal que
traiga. De sus manos brotan furúnculos que le provocan comezón, dijo. A
menudo se resfría y padece influenza.

“Por supuesto que nos afecta, pues el agua está sucísima”,
destacó Mera, jornalero que ha trabajado en la viscosa suciedad de estos
campos durante 38 años, desde que tenía 15 años de edad. “Pero, no hay
nada más en qué trabajar”.

A lo largo de 100 años, la Ciudad de México ha expulsado sus
aguas negras hacia el norte para irrigar la tierra agrícola del estado
de Hidalgo. Esta hedionda cascada, que los agricultores conocen como
“las aguas negras”, fluye a través de una red de canales y después gotea
sobre los campos.

Así que, cuando se corrió la voz de que el gobierno finalmente
iba a construir una gigantesca planta de tratamiento de aguas negras, se
habría esperado que los agricultores de la localidad estuvieran
emocionados. Pero, más bien, se mostraban desconfiados.

“Sin esa agua, no hay vida”, dijo Gregorio Cruz Alamilla, de 60
años de edad, quien ha trabajado la granja de 5 hectáreas de su familia
desde que era un niño.

Cruz sabe que el agua va cargada de sustancias tóxicas, incluidos
químicos que tiran fábricas, amén que se cansa de despejar su campo de
botellas de plástico y envolturas cada vez que irriga.

Pero, al igual que muchos más aquí, le preocupa que el
tratamiento del agua, si bien pudiera eliminar nocivos contaminantes,
también acabe por llevarse algunos de los fertilizantes naturales que,
destacan incluso autoridades locales, han contribuido a volver tan
productivo este valle. Y pese a las garantías del gobierno, los
agricultores de la localidad sospechan lo peor: que una vez tratada el
agua, será bombeada de vuelta a Ciudad de México, dejando secas las
granjas.

“Si se llevan las aguas negras, nos vamos a morir de hambre”,
dijo Cruz. “No sabemos hacer otra cosa”.

Los agricultores irrigan cultivos con aguas negras a lo largo del
mundo en desarrollo, pero en ningún otro lugar en la magnitud del Valle
del Mezquital, notan investigadores. Los 560 kilómetros cuadrados de
los campos irrigados del valle yacen al extremo de una maraña de
túneles, ríos, lagos, presas y aljibes que se remontan al siglo XIV,
cuando los aztecas se establecieron en una isla entre lagos y creó la
primera red de diques y presas para controlar las aguas de inundaciones.

La Ciudad de México nunca ha logrado mantener a raya dichas aguas. Cuando se desbordan, como casi cada
año durante la temporada de lluvias, las aguas cloacales rebosan hacia
las calles y empantanan los patios de barrios de clase trabajadora en
los extremos bajos del oriente de la ciudad.

Han pasado casi 40 años desde que Ciudad de México construyó un
nuevo túnel para drenar el agua residual de la ciudad, y ahora necesita
de mantenimiento constante. Desde esos días, la población del área
metropolitana se ha duplicado, hasta casi 20 millones de personas.

“Fue un problema predecible, pero nunca le prestamos suficiente
atención”, notó Ernesto E. Espino de la O, quien administra el proyecto
de tratamiento y abasto de agua por la Comisión Nacional del Agua. Un
colapso del decrépito sistema, advertía un estudio de la Universidad
Nacional Autónoma de México (UNAM), sería catastrófico, inundando
grandes zonas de la ciudad.

A fin de parar las inundaciones, el gobierno federal está
construyendo un túnel de 61.9 kilómetros para drenar todas las aguas
negras al norte, a una tasa de 40,000 galones por segundo, ó 151,000
litros por segundo. “En julio, agosto y septiembre, necesitamos que el
sistema entero funcione bien”, dijo Rafael Carmona Paredes, quien está a
cargo del proyecto del túnel por la Comisión, conocida como la Conagua.

Los ingenieros ya empezaron a perforar una serie de gigantescos
pozos que bajan casi 150 metros, abajo, enormes máquinas circulares
cortan la roca y tienden el recubrimiento de concreto. Al final del
túnel, cerca del poblado de Atotonilco, está el sitio donde se planea
construir la planta tratadora de aguas, actualmente un mero cerro y un
letrero con una promesa.

“Es una desgracia que Ciudad de México no trata sus aguas
negras”, dijo José Ramón Ardavin, el subdirector de Conagua.

La planta, presupuestada en mil millones de dólares y con planes
para empezar a operar en 2010, limpiará 60% de las aguas negras de la
ciudad. Las mediciones de la Comisión Nacional del Agua revelan que el
agua contiene metales pesados como plomo y arsénico, al tiempo que
saturada de altos niveles de patógenos y parásitos, amén que está
cargada de grasa.

Los funcionarios de la localidad actualmente dan instrucciones a
los agricultores para que no cultiven cosechas en las cuales la parte
comestible entre en contacto con el agua de irrigación y se coman
crudas, descartando vegetales como la lechuga, zanahoria o betabel. Se
permite la alfalfa porque se emplea como alimento para animales. Sin
embargo, la aplicación de lo anterior es irregular y los agricultores se
rigen por una elástica interpretación de las normas, plantando brécol y
coliflor, por ejemplo.

Para los agricultores locales, cuyas firmes opiniones igualan su
salud sorprendentemente buena, la prueba de que su agua es buena está en
lo que ven a su alrededor. “Las plantas no absorben veneno; morirían”,
dijo Jesús Aldana Angeles, agricultor de quinta generación, de 75 años
de edad, quien estaba observando a su pequeño rebaño de ovejas paciendo
en los restos de su campo de alfalfa ya cosechado. “No hay mejor
laboratorio que la tierra. La tierra absorbe todo. Lo purifica, lo
trata”.

Mientras el sol se ponía, trajo a las ovejas, cruzando una vereda
sobre una zanja de irrigación que serpentea alrededor de su casa como
un foso negro. “El agua mala nunca lograría que nada fuera verde”, dijo.
“Pero aquí, las aguas negras hacen que todo sea verde”.

 

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