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El miedo atenaza a los indocumentados

Hay que decir no al terror y sí a una democracia libre y abierta, donde los inmigrantes puedan abogar por sus necesidades.

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Después de colgar el teléfono me quedé pensativo. Atolondrado. No atinaba a adivinar qué era lo que había pasado. “Yo sólo quería hacer una entrevista por teléfono”, me decía, como una más de las cientos que he hecho en el curso de mi carrera de periodista.

Es cierto que otras personas en el pasado, por diversos motivos, se han negado a que las entreviste.

Pero la negativa de esta señora me desconcertó. De momento creí entender su recelo a hablar por teléfono con un desconocido. Entiendo perfectamente esa parte. Pero después de la identificación plena continuó el titubeo.

“La señora tiene miedo de hablar”, me dije.

Le di las gracias y pedí disculpas por la llamada.

Y la mente se disparó luego en busca de respuestas. ¿Cómo es posible que el miedo pueda atenazar y dominar por completo a una persona?

Hace unas semanas, en este mismo espacio, escribí una columna sobre un proyecto que se propone alentar a los jóvenes latinos a que se eduquen para que así puedan mejorar su situación económica y la de sus familias y a la vez contribuir de una forma más efectiva al progreso de este país.

A la señora le gustó el escrito. Y la movió a escribir un comentario. En él hizo acotaciones muy interesantes.

“Excelente la idea de que todos los latinos se eduquen pero falta algo... se olvidan de algo muy importante, que hace falta una Reforma Migratoria”, escribió.

Narra luego cómo ella, su esposo y dos hijos menores llegaron a este país hace diez años como indocumentados.

Hoy los dos hijos se han graduado de la universidad, pero, debido a su estado migratorio irregular, nadie los emplea en sus profesiones. Su hijo, escribe la señora, trabaja de cajero en una tienda.

Qué pérdida para el país, me dije. Un joven educado por este país, con la capacidad y energía para hacer una contribución más sólida al crecimiento y progreso de la nación y no puede hacerlo porque no tiene documentos de residencia legal.

Qué ironía más grande. Qué desperdicio. Qué injusticia. Qué incongruencia de la justicia y de la democracia del país más demócrata del orbe.

Pensé en los otros miles de jóvenes a quienes sus padres los trajeron de pequeños a este país en el que han crecido, se han educado y graduado muchos de ellos de secundaria y universidad y que al final del camino se topan contra una pared que les impide avanzar.

Yo sólo quería conocer más detalles de los esfuerzos y sacrificios de estos padres inmigrantes para educar y ver graduados a sus dos hijos de la universidad. Sólo quería conocer la opinión de uno de esos chicos sobre su situación migratoria irregular en Estados Unidos y de lo que, en su opinión, podría hacerse para solucionar este problema.

Quería conocer sus historias para presentarlas aquí en este espacio. Sé que serían un gran ejemplo para muchos padres de familia latinos y para muchos jóvenes.

Pero no fue posible hacerlo.

El miedo impidió la comunicación.

Escuché el miedo. Sentí el miedo a través de la línea telefónica.

“Perdone señora mi atrevimiento. No fue mi intención asustarla”, le dije.

Y colgué la bocina del teléfono.

La mente me llevó luego a pensar en los millones de personas que viven aterrorizadas en este país, al igual que la estimada señora que me contestó el teléfono de su hogar en Nueva Jersey. Pueden y quieren hacer contribuciones más sólidas a esta sociedad. Pero la falta de documentos migratorios se los impide.

Los hunde en el miedo. A tal punto que no pueden hablar algunos con un periodista. Un extraño, sí, pero un periodista.

Mi escrito anterior movió a esta amable señora a escribir, a comentar, a ejercer su derecho a la libre expresión, piedra angular de la democracia de este gran país.

Pero el miedo le impidió ejercer ese mismo derecho democrático y humano con un columnista.

Hoy la democracia es más pobre por ello.

Y lo seguirá siendo mientras no se solucione el estado migratorio irregular de millones de indocumentados radicados en el país.

Mientras eso sucede y para que ese momento llegue, hay que decir NO al miedo y SÍ a una democracia libre y abierta, presionando al Congreso y al Presidente Barack Obama para que se promulgue lo más pronto posible una reforma integral a las leyes de inmigración y se libere a tanta gente del miedo, despejándoseles el camino para que puedan contribuir plenamente al progreso y engrandecimiento del país en el que han decidido vivir.

J. Gerardo López es un periodista independiente radicado en Los Ángeles con tres décadas de ejercicio periodístico diario en español en Estados Unidos. Trabajó durante 27 años en La Opinión, y por nueve años fue el director editorial del diario. Durante cuatro años trabajó en Univisión-Los Ángeles. Nació en México y obtuvo una licenciatura en periodismo en la Universidad de California en Northridge.

 

“No tengo papeles”

 Escrita la columna, la señora temerosa descrita en ella me llama para comunicarme su deseo de hablar conmigo por iniciativa de sus hijos. La familia radica en Nueva Jersey.

Cuenta que llegaron a Estados Unidos hace diez años de un país en Sudamérica sin la documentación legal de residencia. Aunque profesionales en su país de origen, a la pareja le fue imposible ejercer sus carreras en Estados Unidos por la falta de documentos.

Hubo necesidad de aceptar trabajos en construcción, en la limpieza de casas, de choferes, en lo que fuera para sacar adelante a la familia.

La madre dijo que ella y su esposo decidieron venir a Estados Unidos “pensando que lo que hacíamos en nuestro país lo haríamos mejor aquí, pero nunca contábamos con la necesidad de papeles. Una equivocación muy grave”. Ella era contadora en una empresa y él ingeniero y administrador.

Los hijos llegaron de 12 y 13 años de edad a este país. Se concentraron en sus estudios. David, el mayor, logró graduarse de secundaria con las más altas calificaciones de su clase.

Todos sus amigos, cuenta, le preguntaban a cuál universidad iría, mientras lo alentaban a enviar solicitudes a las mejores del país. Él no les respondía. Le daba pena decirles que no podía porque no tenía documentos legales de residencia.

La verdad salió a flote una noche de reunión familiar en la secundaria a donde asistía. David cuenta que se acercó a su familia su profesora de cálculo y le preguntó a cuál universidad iba a ir.

“Me quedé callado, ruborizado”, dijo David. Finalmente soltó su verdad: “No tengo papeles.”

“La maestra se puso a llorar. Y dijo: ‘No lo puedo creer… ¿Un muchachito tan brillante que no pueda ir a la universidad porque no tiene papeles?”.

Le dio el nombre luego de otra persona que conocía a una tercera que era la benefactora de una universidad privada, y con su ayuda y el esfuerzo y sacrificio de sus padres pudo ingresar a la universidad. Se aplicó y en tres años obtuvo su licenciatura en Negocios y Comercio Internacionales.

Con título en mano, su calvario continuó. Nadie le daba trabajo. Todo mundo le pedía su número de Seguro Social. No lo tiene. Sólo el ITIN. Con este último no podía trabajar.

Por un tiempo vendió helados para tener dinero para sus gastos personales. Hoy, tres años después de su graduación universitaria trabaja de cajero en una tienda.

Dice que “todavía tiene sus sueños… los he puesto en compás de espera”. Y confía en que su situación cambie en algún momento.

A pregunta expresa respondió: “En diez años me veo como dueño de mi propio negocio, después de haber trabajado en una empresa grande, con casa y auto propios, una familia, en un nivel estable y terminando mi doctorado en administración de empresas”.

Pero a pesar de tantos obstáculos dice que su motivación “son mis propios sueños, mi forma de ser y lo que llevo dentro”.

Señala que no es justo lo que pasamos los sin papeles. No es justo, pero así es la vida. La vida está llena de barreras y hay que sobrepasarlas, pero el sistema no es justo”.

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