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Lectores y basura

Un buen amigo mío preocupado porque soy un columnista casi anónimo, me llamó y me dijo: “Si quieres tener algunos lectores necesitas escribir sobre temas…

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Cuando le dije que estaba pensando escribir sobre la campaña pública de recolección de basuras organizada por el alcalde Michael Nutter, mi amigo se decepcionó, soltó un par de palabrotas y colgó el teléfono.
Sentí que acababa de perder el último lector. Espero que no haya perdido también el amigo.

Por segundo año consecutivo se llevó a cabo la jornada de un día (o mejor, de algunas horas), que coincide con la llegada de la primavera, para limpiar la ciudad. Es uno de los programas bandera del alcalde Nutter.

El propio alcalde al frente de centenares de voluntarios que con escobas, palas, rastrillos y brochas removían toneladas de basura largamente acumuladas, le daban forma a un arranque ejemplar de espíritu cívico.

Viéndolos en ese momento en su afanoso trajinar, alegres, entusiasmados y solidarios daba la impresión de que esa no era Filadelfia o de que sí era pero convertida en una ciudad completamente nueva.

Toda iniciativa que una a la gente en torno a un propósito de beneficio común es plausible, sana y alentadora.

El problema es cuando esas hermosas manifestaciones de solidaridad ciudadana son apenas flor de un día. O, para ser exactos en este caso, flor de medio día.
El desbalance entre 364 días arrojando basura y un día recogiéndola tiene varios puntos de quiebre.

Insisto en que es una actividad loable sobre todo porque congrega a la gente en torno a la solución de un problema común. Pero al mismo tiempo deja el mensaje contrario al de que mantener limpia la ciudad es, ante todo, una responsabilidad individual y permanente.

Esa campaña permite que parte de la ciudad (no todos los espacios públicos alcanzan a ser limpiados durante la jornada) esté limpia sólo un rato. Bastaba ver el día del convite que poco después de que los entusiastas y alegres barrenderos pasaban sus escobas ya había personas que iban tranquilamente arrojando desperdicios desde sus coches. Lo mismo ocurre con los graffiteros para quienes los espacios blanqueados por los voluntarios son lienzos que los invitan a volver a embadurnar las paredes con sus enrevesados mensajes.
¿Cuándo vamos a aprender todos los que vivimos en Filadelfia que tenemos que asumir la responsabilidad de mantener limpia la ciudad sin esperar a que cada año venga alguien a quitarnos ese deber? Y este es un asunto que toca muy de cerca a la comunidad hispana.

No se necesitan profundos estudios científicos para saber que los sectores que permanecen llenos de mugre son aquellos densamente poblados por minorías. Y no es sólo la basura arrojada sobre los espacios públicos, sino el ruido y otras formas de contaminación. Se dice que este es un asunto cultural, ¿será realmente asunto de cultura? ¿O más bien que faltan autoridades que además de su disposición paternal de hacer campañas cívicas también les exijan a los filadelfianos que cumplan normas elementales de convivencia ciudadana?
Este es, en mi opinión, uno de los puntos que más preocupa. La ley prohíbe arrojar basuras y pintar graffiti. Incumplirlas es algo tan sencillo como reírse, no sólo porque no hay quienes las hagan respetar sino porque su violación es premiada con campañas primaverales.

Cuando las autoridades son rebasadas hasta el punto de que no pueden hacer cumplir las leyes, primero unas, después otras y otras,  las sociedades empiezan su irremediable camino hacia el caos.

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