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¿Por qué Latinoamérica está feliz con Obama?

Sudamérica se identifica con el nuevo presidente.

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No voy a referirme a las opiniones de los grandes políticos, de los líderes, de los que acceden fácilmente al micrófono y las cámaras. Esos no requieren de intérpretes ni portavoces. Sus discursos, todos los conocen. Importantes como son, no me ocuparé de ellos.

Prefiero transmitir mis impresiones tras haber andado un poco por esta Sudamérica querida que es mi patria, en las últimas semanas, y otro tanto en base a los contactos que esta maravilla de la telemática permite. Impresiones recibidas de los sectores medios, muy especialmente del nivel universitario.

Es indudable la adhesión que por estas regiones ha despertado la figura de Obama. La victoria del candidato demócrata fue festejada con grados de exteriorización diversos, de la sonrisa feliz a la pueblada callejera. En general, las manifestaciones de felicidad fueron moderadas. Los latinoamericanos traen a la espalda décadas de decepciones con sus compañeros de continente, han aprendido a no creerles demasiado, a serles cautos.

¿Por qué los sudamericanos se alegraron tanto? Mucho se destacó el hecho de que Obama sea negro. Sin embargo, Latinoamérica muestra aún, en su mayor parte, fuertes trazas de racismo. Las minorías (o mayorías) de origen africano no suelen haber conquistado posiciones de igualdad con los sectores “blancos”. Y los indígenas tampoco. Así que una identificación por el color de la piel del nuevo presidente (que es lógica en las naciones centro y sudafricanas) no parece la respuesta.

Quizás los latinoamericanos veamos en el nuevo jefe de gobierno de los Estados Unidos a un postergado, representante de una porción despreciada, excluida, tenida a menos por la oligarquía “culta” o rica de su propia sociedad. Y nosotros, como pueblos y como individuos, hemos sentido o intuido, con relación a la república del norte y con relación a sus nacionales, especialmente los característicos yanquis, esa misma actitud peyorativa de superioridad hueca.

Fanfarronería que duele muy especialmente al latinoamericano, porque sabe hasta qué punto es infundada. Insisto en lo que he dicho en anteriores notas: aunque a muchos “blancos” estadounidenses les parezca mentira, el nivel cultural promedio, la educación básica, suelen ser superiores en América Latina.

Y la profundidad intelectual también. Aunque las películas de Holywood machaquen tercamente el estereotipo de los países salvajes de mestizos ignorantes, cuya estupidez supina es puesta en contraste con la sagacidad del galán rubio que se atreve a desembarcar en ellos, la realidad es muy distinta.

La realidad es una educación primaria muy difundida, llevada adelante por maestros que cobran poco pero se sacrifican mucho, porque tienen ideales férreos. Una escuela secundaria que, desgraciadamente, en los últimos lustros ha sufrido el embate de los paradigmas yanquis, transmitidos por el cine y la televisión, de violencia y culto de la vanidad.

Pero que, aún así, genera alumnos que conocen algo más que lo inherente a su propio país. Y unas universidades de excelencia, enraizadas en la tradición salmantina, que se caracterizan por una profundidad poco vista en los claustros estadounidenses.

Quizás, pues, eso sea lo que los latinoamericanos vemos en Obama. El color de la piel es, por así decirlo, sólo un medio, no es un fin. Condoleeza Rice es negra. Clarence Thomas también. Y nunca generaron simpatías de este lado del muro. Sudamérica no se identifica, creo, con el nuevo presidente porque es negro, sino porque representa la posibilidad de que un hombre culto, serio, perteneciente a un grupo postergado, llegue al poder en el país más fuerte del mundo.

Y la enorme antipatía, más que merecida, que supo despertar Bush en estas tierras (y estaba ya alimentando la señora Palin también) ayudó bastante.