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Presidente Donald Trump
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Trumpismo y latinoamericanización de la política estadounidense

El presidente Donald Trump dejará huella en la historia por su particular y, para muchos, problemática forma de hacer política. 

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Los rumores crecientes en Washington de que el presidente Donald Trump podría despedir al fiscal especial Robert Mueller han conseguido que muchos vean a Estados Unidos como si fuera un país latinoamericano… de los años 70. 

El reciente despido del exdirector ejecutivo del FBI, Andrew McCabe, por orden de Trump, alimenta aún más los miedos y comparaciones que animan a más de un hispanohablante a usar el término “dictador” para referirse al presidente estadounidense. Acompañando a estos miedos llegan las imágenes de furiosos dictadores respaldados por EE.UU. que gobernaron la mayoría de países que se extienden entre Argentina y México durante los años 60 y 70.  

Para muchos, la furia que contienen los tuits del presidente Trump despiertan el recuerdo de las humillaciones y ataques que a menudo precedían los despidos –o incluso los asesinatos– perpetrados por los típicos caudillos latinoamericanos, como el general Arturo Armando Molina, de El Salvador, que muchas veces usaba una retórica parecida a la de Trump antes de iniciar una purga en su gobierno. Igual que el expresidente de El Salvador, Trump recurre a la humillación de formas muy complejas. Con un único tuit marca la agenda mediática del día, a la vez que castiga a sus adversarios, impone la lealtad de sus aliados y, si es necesario, prepara purgas, logrando batir un récord histórico de despedidos dentro de la Casa Blanca. El despido, vía Twitter, del secretario de Estado Rex Tillerson también lleva la marca de los hombres fuertes de América Latina: debido a su constante estado de inseguridad, éstos se vieron empujados a actuar de forma errática, mientras la población de sus países vivía inmersa en la confusión y el miedo.  

El auge del Trumpismo

Cada vez son más los estadounidenses que escuchan las noticias nacionales inmersos en una nube de confusión, incapaces de decidir si es mejor usar el español o el inglés para describir los Estados Unidos de la era Trump. La nube ascendente de la crisis constitucional que se avecina ante el posible despido del fiscal especial Mueller inspira a muchos latinoamericanos y de otros orígenes a usar la palabra caudillo, dictador y otros términos en su día habituales en América Latina, mientras la palabra “presidente” continúa apareciendo en las noticias de Estados Unidos. 

En este sentido, latinos y latinoamericanos han desarrollado un vocabulario político mucho más amplio que el ciudadano estadounidense medio, especialmente en lo que se refiere a autoritarismo y otras exhibiciones antidemocráticas del presidente Trump. Pero el resto del país está aprendiendo rápido, como dice el reportero del Washington Post Ishaan Tharoor, quien ha bautizado a Trump como el “primer presidente latinoamericano de los Estados Unidos”. 

La cobertura mediática de los despidos de McCabe y Tillerson, junto a muchas otras noticias que implican a Trump, ha destapado la conexión entre dos hechos muy obvios: primero, que los Estados Unidos se parece, y suena, cada vez más como una dictadura latinoamericana de los 60 y los 70, de muchas formas; y, segundo, que el presidente Trump lidera la vía hacia un nuevo modelo de política estadounidense “al estilo latinoamericano”: el Trumpismo. 

Trumpismo, una palabra que se le ha pasado por la cabeza a más de uno en el mundo hispanohablante, es un término que, tanto en inglés como en español, sirve para describir el enfoque latinoamericano de la vieja escuela que Trump da a su forma de  gobernar, una forma muy particular, peligrosa y potente de caudillismo – autoritarismo, militarismo, racismo nacionalista y machismo populista– combinado con las habilidades de la nueva escuela: marcar la agenda de los medios del país, e incluso del planeta entero.

El mundo no ha visto nunca un estilo de política latinoamericana como el Trumpismo porque Estados Unidos es una potencia global sin igual.

El siguiente análisis demuestra que el Trumpismo no es nada más que una amenaza sin precedentes para la democracia, tanto para este país como para el mundo entero. 

Divisiones crecientes

Alimentar el rápido auge del Trumpismo significa la latinoamericanización de los Estados Unidos, y no solo en términos de transformar su composición demográfica y racial, sino también su marcada –y rápidamente creciente– división entre ricos y pobres, que se encuentra a niveles muy parecidos de desigualdad que países como Perú, Honduras y Bolivia, según el informe CIA Factbook.  

Se han publicado reportajes que alertan de que Estados Unidos ha pasado de ser una democracia a una oligarquía y que recuerdan a la situación de El Salvador, México o Argentina durante los años 1960 y 70.  Pero para entender cómo hemos llegado al Trumpismo es importante entender el contexto que le precede: realidades como el contínuo crecimiento y expansión de los presupuestos del Pentágono, el progresivo hundimiento del estado del bienestar o los tres millones de deportaciones llevadas a cabo  por la anterior Administración, todas ellas, fruto de políticas bipartidistas, consistentes y definitivas en el sentido de que allanaron el camino al Trumpismo. Tal agenda política fue determinante también para allanar el camino a la dictadura, el caudillismo y otros estilos de gobernanza parecidos, aunque no limitados, a los que tuvieron lugar en América Latina. 

Hoy en día, Estados Unidos está pasando por un proceso de reconstitución sobrecogedor y sin precedentes, que consigue que los ricos sean más ricos, los pobres, más pobres, las calles más conflictivas y, desde la perspectiva del Trumpismo, que haya una mayor necesidad de regularización y militarización. Visto desde esta perspectiva, el polémico plan de Trump de implementar una desfilada militar serviría tanto a poner las bases para una militarización creciente dentro de las fronteras de los Estados Unidos como para comunicar el poder de los Estados Unidos a los Kim Jong Uns del mundo. Otra vez, este tipo de prácticas suena a prácticas de manual para cualquiera que esté familiarizado con el gobierno de Pinochet en Chile, el dictador Getúlio Vargas en Brasil u otros políticos latinoamericanos de la vieja escuela.  

El militarismo del que se nutre el Trumpismo también está muy ligado al nacionalismo. 

La llamada del Trumpismo a poner fin al NAFTA y a otros acuerdos comerciales, de hecho, toca la fibra sensible a todos aquellos en Estados Unidos –y en América Latina– que han sufrido la devastación de determinadas políticas que han conducido al rápido y alarmante abandono de los trabajadores industriales y del sector agrícola, incluyendo la dolida identidad de los trabajadores blancos, convertidos en una potente arma del Trumpismo con la ayuda del ex-estratega jefe del presidente, Stephen Bannon. Hoy, la marca de nacionalismo blanco creada por Trump representa el tipo de racismo y xenofobia que todos aquellos que seguimos el debate sobre la inmigración ya vimos en los 90, pero en esteroides. 

Creando un monstruo

Al margen de que el presidente sea o no finalmente destituido o depuesto, las fuerzas que alimentan el Trumpismo se adentran en la historia y la cultura de los Estados Unidos y, por lo tanto, no desaparecerán con el fin político de Donald Trump. Complicando aún más el trabajo de derrotar a estas fuerzas está, para algunos, un hecho incómodo para la política estadounidense: el ejército racial que surgió como consecuencia de algunas políticas de los demócratas. Para empezar, bajo la administración Obama se dispararon las deportaciones (casi 3 millones), lo que ayudó a alimentar y legitimar políticas de inmigración drásticas que, hace apenas una década, eran producto de los extremistas y los grupos marginales. Una habilitación similar de los extremistas ahora integrados que asustan al partido republicano desde abajo se puede ver en las políticas económicas de los demócratas que continuaron con el vaciamiento de la economía industrial que comenzó con el presidente Reagan y aumentó abruptamente con Bill Clinton.

Igual de importante para el Trumpismo y otros estilos de política autoritaria es intentar  establecer fronteras físicas y raciales claras y distintas, algo que muchos latinos en Estados Unidos entienden mejor que nadie. Trump inició su campaña dibujando estas líneas en la imaginación política, diciendo que los mexicanos, con diferencia el grupo latino más numeroso, "traen drogas, traen crimen, son violadores. Y algunos, supongo, son buenas personas". El hecho de que Trump iniciase su campaña de esta manera no sorprendió a una comunidad que ha seguido la política de inmigración de Estados Unidos desde que el gobernador de California, Pete Wilson, lanzara su propia candidatura a la presidencia atacando a Latinos y otros inmigrantes desde un podio en Ellis Island, en 1995.

El hecho de que el Trumpismo tenga como una de sus ideas centrales que la construcción de más muros fronterizos no tiene ningún sentido político, no solo para los mexicanos, que han tenido que lidiar con la política de las fronteras durante décadas, sino también para los dominicanos y haitianos, en cuyos países "las historias se formaron, en gran parte, por las políticas de inmigración y genocidio del dictador Rafael Trujillo. Trujillo marcó el comienzo de la República Dominicana moderna en 1936 matando a decenas de miles de haitianos cerca de la frontera compartida entre ambos países, todo en nombre del "blanqueamiento" de la República Dominicana. Para añadir ironía a la tragedia de Haití y la República Dominicana, hay que tener en cuenta el hecho de que el propio Trujillo era de ascendencia afro-haitiana. En su lucha contra el Trumpismo, algunos periodistas y académicos están empezando a usar la "genealogía de la resistencia" para exponer la historia migratoria de aquellos que configuran las políticas raciales y físicas de construcción de muros que impulsa Trump.

Llamada a la acción 

El Trumpismo también ha dado lugar a niveles de activismo en los Estados Unidos que se asemejan a los de los movimientos sociales latinoamericanos que derrocaron a las dictaduras respaldadas por los Estados Unidos. Estos movimientos sociales han incluido y continuarán incluyendo a latinas como Emma González, la estudiante de secundaria de Florida cuya defensa ya derrocó a un político del Trumpismo de Maine, quien la llamó "lesbiana cabeza rapada".

El Trumpismo ha encendido un nivel de activismo social que no se veía en los Estados Unidos desde los días en que el fascismo asomó por primera vez su fea cabeza en este país y en el resto del mundo. Visto a través de la lente de la historia, el propio Trump no es más que el testaferro de las poderosas fuerzas institucionales y sociales que lo ayudaron a ser elegido y a mantener sus políticas. Gracias a su experiencia previa con políticas autoritaristas, un número creciente de latinoamericanos y latinos de Estados Unidos ha empezado a darse cuenta del enorme potencial que tiene el  "gigante dormido",  un potencial que llevaban prediciendo durante mucho tiempo y que ya se ha notado en el poderoso movimiento por los derechos de los inmigrantes, el movimiento sindical, el MeToo y otros movimientos que se levantan en respuesta a la elección de Trump.

Que el Trumpismo sea o no derrocado dependerá menos de que la investigación del Fiscal Especial Mueller lleve a la destitución del presidente Trump, que de si las crecientes fuerzas del anti-Trumpismo se unen para convertirse en una de las mayores generaciones políticas de la historia de los Estados Unidos.

 

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