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Activistas pro inmigración, líderes comunitarios e inmigrantes protestan frente a la Casa Blanca contra la cancelación del estatus de protección temporal (TPS) a los salvadoreños. EFE
Activistas pro inmigración, líderes comunitarios e inmigrantes protestan frente a la Casa Blanca contra la cancelación del estatus de protección temporal (TPS) a los salvadoreños. EFE

[OP-ED]: Salvadoreños: últimas bajas en la guerra de Trump

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Los primeros en perder el TPS fueron los nicaragüenses, después los haitianos y ahora les tocó el turno a los salvadoreños –nada menos que 200,000— a los que se les ha ordenado o bien legalizar de alguna forma su situación migratoria o abandonar EE.UU. antes del 29 de septiembre.  Un regreso masivo de esa naturaleza crearía un caos insuperable en las débiles economías e inadecuadas infraestructuras de esos países.

El Congreso creó el TPS en 1990. El mismo les otorga a inmigrantes de países devastados por guerras, desastres naturales u otras condiciones extraordinarias la oportunidad provisional de vivir y trabajar legalmente en EE.UU.

Los salvadoreños son, con mucho, el mayor grupo de beneficiarios del TPS proveniente de Centroamérica. Perderlo afectaría a 200.000 de ellos, así como a más de 190,000 niños nacidos en este país durante los 17 años en los que formaron familias, crearon negocios, compraron casas y laboraron en una variedad de ocupaciones a través de EE.UU., principalmente en Washington, Los Ángeles y Nueva York. El TPS les fue concedido en 2001 después de que 1.100 personas murieran y más de 1 millón fueran desplazados por terremotos.

 “Estoy devastado”, manifestó el activista de inmigración residente en Long Island, Osman Canales, quien es ciudadano americano. “Esta medida innecesaria afecta a mis dos hermanas, sus esposos y sus hijos, todos nacidos en EE.UU. No los visualizo volviendo a El Salvador después de haber construido aquí una vida para ellos y sus hijos”.

 Funcionarios gubernamentales dicen que su decisión se basa únicamente en factores que apliquen al terremoto del 2001 y en los esfuerzos de recuperación desde entonces y no en la violencia existente. Según ellos, las condiciones han mejorado tanto que ya los salvadoreños no requieren protección especial.

“En realidad nada más aplica, incluyendo la violencia potencial sobre el terreno”, afirmó un funcionario en una declaración difícil de creer, dado que El Salvador es uno de los lugares más violentos del mundo, y que EE.UU. tiene una enorme responsabilidad en la creación de esas condiciones.

En 2016 se registraron 82 homicidios por 100.000 residentes, una de las tasas de asesinatos más elevadas del mundo.

A esto hay que añadirle el terror que las maras siguen infligiendo a la población a través de amenazas, intimidación y “una cultura de violencia”, de acuerdo a las Naciones Unidas.

“Como personas de fe, les imploramos que piensen acerca del imperativo moral de amar al prójimo, recibir al visitante, y cuidar de los más vulnerables entre nosotros”, decía una carta enviada por 400 líderes religiosos a la secretaria de Homeland Security, Kirstjen Nielsen, y que fue inspirada por los enormes peligros que aguardan a los salvadoreños que a su regreso.

Es lógico pensar que los próximos beneficiarios del TPS en ser despojados del mismo sean los guatemaltecos y los hondureños. Excepto que, a diferencia de El Salvador, esos dos países centroamericanos se cuentan entre los pocos que apoyaron en la ONU la pésima decisión tomada por Trump de mudar la embajada de U.S. a Jerusalén. Aún más, el presidente de Guatemala, un híbrido de comediante y pastor evangélico cuya admiración por todo lo estadounidense es tan fuerte y tan ridícula que se cambió el nombre de Jaime a Jimmy Morales, anunció que su país seguiría los impopulares pasos de Trump y movería también la embajada de su país desde Tel Aviv a Jerusalén. Honduras, que se dice está considerando una movida similar, ya obtuvo un aplazamiento de seis meses.

Sean las que sean las otras razones que puedan tener para embarcarse en una movida tan desleal, la preocupación más inmediata tanto de Guatemala como de Honduras –ambos también devastados por la pobreza y la violencia– es la de congraciarse con la administración racista de Trump para evitar que sus connacionales sean deportados.

Lo único que puedo decirles es buena suerte. Con el racismo que permea esta Casa Blanca, la van a necesitar.