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(Izq) Mujeres judías y niños de Subcarpathian Rus aguardan la selección en la rampa de Auschwitz-Birkenau en mayo de 1944. (Der) Los inmigrantes centroamericanos esperan ser trasladados a un centro de procesamiento de patrullas fronterizas de los Estados Unidos después de cruzar el Río Grande de México a Texas. Fotografía: John Moore/Getty Images 
(Izq) Mujeres judías y niños de Subcarpathian Rus aguardan la selección en la rampa de Auschwitz-Birkenau en mayo de 1944. (Der) Los inmigrantes centroamericanos esperan ser trasladados a un centro de procesamiento de patrullas fronterizas de los Estados…

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Desde que Donald Trump ganara las elecciones presidenciales en el 2016, gracias a una campaña basada en el racismo y el odio al inmigrante, las alarmas históricas no han hecho sino escalar, en especial por los delgados paralelismos entre una historia que comenzó a principios del siglo XX y la nueva era política estadounidense.

Dejemos en claro lo siguiente: no, Donald Trump no es Adolf Hitler, ni Estados Unidos acaba de salir perdiendo de un conflicto mundial, con la economía empobrecida y la moral pisoteada.

Pero cuando una potencia mundial insiste en hacerse enemigos donde no los hay y culpar a una “raza” de todos sus males, no es sino natural sentir que hemos escuchado esta canción antes.

Dos semillas del mismo árbol

Tras la Primera Guerra Mundial, Alemania surgió como la llamada República de Weimar (1919-1933), donde la derrota, la abdicación del emperador, la amenaza comunista y la humillación sufrida por el Tratado de Versalles, permitió al alemán común sentir que el mundo estaba (literalmente) en su contra, y que lo único que quedaba era la “moral” nacionalista para salir adelante.

Con una grave crisis económica a cuestas, era de esperarse que la comunidad abatida durante la guerra encontrara palabras de aliento en una pequeña guerrilla que prometía devolver a Alemania a su otrora gloria.

Estados Unidos, por su parte, percibió ocho años de revolución ideológica bajo el mandato del primer presidente afroamericano, con una de las peores crisis financieras de su historia en el 2008, causada por el colapso de la burbuja inmobiliaria, y decantando en una crisis a nivel internacional.

El estadounidense “de a pie” – lo que Claude S. Fischer llama White Working Class (WWC) – sufría desde hace años de una “dislocación económica”, donde sus necesidades fueron obviadas por cada uno de los gobiernos, creando un “poderoso resentimiento cultural” contra el inmigrante, y una nostalgia por una “grandiosidad” previa que muchos dudan en ubicar en el mapa histórico.

Esta era la receta perfecta para el éxito de una campaña “autoritaria”, donde la “mano dura” y la expiación de culpas a través de un grupo étnico en particular era la herramienta fundamental.

La culpa es del extranjero

Para muchos, comparar el antisemitismo con las posturas anti-inmigrantes (anti-latinas, más específicamente), parece traído de los pelos, pero ¿realmente lo es?

El llamado “sentir antijudío” de Europa tuvo sus raíces en el cristianismo y el desplazamiento de las comunidades judías puede remontarse al imperio romano. Es por ello que esta comunidad se vio forzada durante muchos años a “disimular” sus prácticas religiosas o incluso adoptar las tradiciones cristianas para evitar vivir en la marginalidad y lograr surgir en el medio de la economía europea.

Fue durante el siglo XX que los judíos recibieron la culpa de la derrota alemana en la Primera Guerra mundial – algo que el historiador Heinrich von Treitschke había advertido entre 1879 y 1880 llamándoles “nuestra desgracia” -, se les asoció con el bolchevismo e incluso se les atribuyó la autoría de “conspiraciones económicas” para debilitar a Alemania.

Arriba: La pancarta dice "No compre judía".

Arriba: La pancarta dice "No compre judía". Fuente: Los Angeles Museum of the Holocaust.

No, el antisemitismo no fue un invento de Hitler y sus asociados – en 1933 existían en el país más de 400 asociaciones antisemitas – sino fue una herramienta política para llegar al poder.

Y en Estados Unidos, el segregacionismo no es un concepto desconocido.

Desde la época colonial, la nación ha estado profundamente dividida por el color, el idioma y la religión. Las sanciones legales y sociales de los privilegios y los derechos estuvieron enraizadas en la nación durante siglos, y la lucha por los derechos civiles es tan sólo el más joven de esos capítulos.

Lo que muchos desconocen es que no fueron sólo los afroamericanos las víctimas del racismo endógeno estadounidense. Existen también registros de masacres contra mexicanos entre 1848 y 1928 que suman centenas de personas muertas a manos de violencia callejera y linchamientos tan sólo en Texas, y sus colaterales permanecen en la actualidad transformados en enmiendas legislativas que siguen restando derechos civiles a la comunidad hispana, como la famosa SB4.

Avisos como el de esta imagen sin fecha se exhibieron en varios restaurantes y otros alojamientos públicos en Texas bajo un sistema conocido como "leyes de Juan Crow". Russell Lee / Dolph Briscoe Center for American History

No, Donald Trump no inventó el racismo en Estados Unidos, sino lo utilizó como herramienta política para hacerse con el gobierno de una de las potencias más grandes en el mundo.

La modernización de la política de crueldad

“Propagarse es una característica típica de todos los parásitos, y es así como el judío busca siempre un nuevo campo de nutrición”, explicaba Adolf Hitler en su texto Mi Lucha.

“Cuando México manda a su gente, no mandan lo mejor”, dijo Donald Trump durante su campaña presidencial. “Envían personas que tienen muchos problemas (…) traen drogas, traen crimen. Son violadores”.

Si ponemos en contexto ambas aseveraciones, la distancia no es mucha.

Es cierto que Hitler tenía una formación académica y militar que dista mucho de la reducida experiencia “comercial” de Donald Trump, pero ambos líderes enfocaron su ira en una sola comunidad, y le achacaron la culpa de los males de sus votantes.

Asimismo, ambos dedicaron sus primeros meses en el poder para aprobar leyes anti-inmigrantes.

Hitler, por ejemplo, aprobó más de 1.400 leyes entre 1933 y 1939 contra los judíos, siendo la primera de ellas la declaración oficial del boicot económico contra tiendas y negocios judíos, algo así como el “hire American, buy American” de Trump.

Si bien las medidas del partido de Hitler permitieron la “depuración” racial de todas las alas del gobierno, del servicio público y dieron pie a la segregación absoluta, quizás para Donald Trump la labor sea más difícil, pero no por ello menos posible.

La Casa Blanca ha optado por atacar a la comunidad inmigrante a través de la desestructuración de políticas previas, inaugurando la administración con una promesa de un muro fronterizo, la militarización de la frontera, la autorización de un nuevo programa de incentivos y refuerzos dentro de la Agencia de Inmigración y Aduanas para la persecución y detención inmediata de inmigrantes “ilegales”, y la suspensión de programas de protección para jóvenes indocumentados llegados al país cuando niños.

Digamos que es algo así como la “modernización” de los métodos de persecución.

En julio de 1933, al transformarse el nazismo en el único partido en Alemania, se procedió a despojar a todo judío de su ciudadanía; en junio del 2018, el gobierno de Donald Trump decidió ampliar sus esfuerzos en sus oficinas de ciudadanía e inmigración para “comenzar a desnaturalizar a las personas que no deberían haberse naturalizado en primer lugar”.

Es justo resaltar que la comunidad judía en Alemania estaba siendo expulsada de lo que conocían como hogar desde hacía décadas, y que, posteriormente, su lucha se enfocó en lograr salir del territorio antes de morir dentro de él.

En el caso de la comunidad hispana en Estados Unidos, las medidas del gobierno de Donald Trump han intentado expulsar a latinos que han pasado décadas fundando un hogar, y quienes son detenidos en la frontera es porque intentan ingresar desesperadamente mientras huyen de terrores peores en sus países de origen.

En este momento cualquiera podría decir “bueno, pero al menos no tenemos campos de concentración”.

¿Es esto del todo cierto?

La primera deportación en masa llevada a cabo en Alemania contra los judíos fue en octubre de 1938, cuando 16.000 judíos polacos fueron expulsados del país y abandonados en la frontera con Polonia, negándoseles la entrada.

Pero el gobierno nazi había instaurado desde 1933 centros de hacinamiento para los judíos detenidos, que paulatinamente se convirtieron en campos de concentración siguiendo los protocolos del primer campo en Dachau, que duraron hasta 1945.

Hombres, mujeres y niños eran sistemáticamente separados, y en muy pocos casos las familias volvían a encontrarse.

Asimismo, la desesperación de los perseguidos les obligaba a entregar a sus hijos a desconocidos que pudieran ayudarles a cruzar la frontera hacia países fuera de la dominación nazi.

“La separación era un tormento para padres y niños”, recuerda el United States Holocaust Memorial Museum. “Cada uno temía por la seguridad del otro y se sentía impotente para hacer algo al respecto. Los jóvenes y sus padres a menudo tenían que soportar su pena en silencio para no poner en peligro la seguridad del otro. Para muchos niños ocultos, la separación durante la guerra se hizo permanente”.

Desde que el gobierno estadounidense autorizara la puesta en marcha de la política “tolerancia cero” en la frontera, alrededor de 2.000 niños han sido separados de sus familias al ingresar al país sin documentos, lo que ha obligado a las agencias de inmigración a “improvisar” centros de detención para niños y menores de edad que son ahora procesados como si ingresaran al país por voluntad propia y sin compañía de un adulto.

Hoy en día, el “campo de concentración” para inmigrantes en Estados Unidos se llama “el campamento de carpas de Tornillo”, en Texas, que cuenta con 400 camas para jóvenes que han sido desplazados de otros centros de detención donde ahora se albergan decenas de niños separados de sus padres en la frontera.

Decir que el gobierno estadounidense no promueve el nacionalismo y la segregación sería, ahora, una irresponsabilidad histórica.

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