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Según el Washington Post, el gobierno de Trump está contemplando cerrar las puertas a los potenciales inmigrantes que requieran asistencia pública, y deportar a los actuales portadores de tarjetas verdes que dependan del sistema de bienestar social y de…

[OP-ED]: Quizás las políticas de Trump sean atroces, pero no son no-americanas

Si otro crítico del presidente Trump vuelve a decir que la campaña del gobierno contra los inmigrantes y refugiados es “no-americana”, voy a estallar.

Al senador Chuck Schumer, que se las arregló para mantener su compostura mientras el presidente Obama deportaba a 3 millones de personas en ocho años, se le llenaron los ojos de lágrimas después de que detuvieran a 109 individuos bajo una prohibición temporal para viajar, que el demócrata calificó de “malvada y no-americana”.

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Si otro crítico del presidente Trump vuelve a decir que la campaña del gobierno contra los inmigrantes y refugiados es “no-americana”, voy a estallar.

Al senador Chuck Schumer, que se las arregló para mantener su compostura mientras el presidente Obama deportaba a 3 millones de personas en ocho años, se le llenaron los ojos de lágrimas después de que detuvieran a 109 individuos bajo una prohibición temporal para viajar, que el demócrata calificó de “malvada y no-americana”.

¿Conoce Schumer aunque sea mínimamente a los Estados Unidos? Porque el país que yo amo nunca amó a los extranjeros, ya sea cuando llegaron aquí en busca de oportunidades o de refugio. Eso es sólo lo que dice el folleto.

Los que sostienen lo contrario dicen que Estados Unidos acoge a alrededor de 1 millón de inmigrantes legales por año. ¿Y qué? En un país de 324 millones de habitantes, y que supuestamente es una “nación de inmigrantes”, permitir que entre anualmente menos del 1 por ciento de nuestra población es tremendamente pobre.

Las redadas contra los inmigrantes y la prohibición de la entrada de refugiados—generalmente porque los consideramos inferiores a los que ya están aquí—son tan estadounidenses como el schnitzel, el chow mein, el pastel de carne, los spaghetti, los bagels, los tacos y el falafel.

Observen la paradoja. Mientras muchos estadounidenses alardean de que nuestra diversidad cultural constituye nuestra fuerza, eso no es óbice para que muchos reaccionen con intolerancia hacia los que, para algunos, hablan lenguas raras, practican religiones extrañas y tienen costumbres peculiares.

Esa tradición se inició a mediados de los 1700, cuando Benjamin Franklin atacó a los inmigrantes alemanes. Franklin, un inglés nacido en Boston, advirtió que Pennsylvania se estaba convirtiendo en “una colonia de extranjeros quienes ... nunca adoptarán nuestra lengua y nuestra cultura, de la misma manera en que no adquirirán nuestra tez.” Franklin temía que los recién llegados “nos germanizaran en lugar de que nosotros los anglificáramos.”

Después nos encontramos con la Ley de Exclusión de los Chinos de 1882. Considerando que los que llegaban del Lejano Oriente para realizar el peligroso trabajo de construir los ferrocarriles eran “inadmisibles”, el Congreso decidió cerrar las puertas. Esa ley sólo fue revocada en 1943, cuando se estableció una cuota anual para los inmigrantes chinos.

En el siglo XX, el nativismo se propagó como un virus en la política migratoria estadounidense. “Traedme a los fatigados, a los pobres, a las hacinadas masas...” pronto degeneró en “Ahora se nos estropea el vecindario.”

En 1905, e senador Henry Cabot Lodge de Massachusetts advirtió que los inmigrantes (léase: los irlandeses) estaban “disminuyendo la calidad de nuestra ciudadanía”.

Un par de décadas más tarde, el presidente Calvin Coolidge, declarando que “Estados Unidos debe seguir siendo estadounidense” firmó la Ley de Inmigración de 1924. Esa ley—que podría haber sido llamada “Ley de No Más Italianos”—estableció cuotas para cada país sobre la base del número de personas enviadas a los Estados Unidos en las décadas anteriores. Para los alemanes e irlandeses no hubo problemas. Pero los italianos no tuvieron esa suerte.

Sólo en 1965, con la Ley de Inmigración y Nacionalidad, se abolió ese horrendo sistema de cuotas basado en el país de origen. Se lo reemplazó con un sistema aun no perfecto, que pone el acento en la preparación de los inmigrantes y la reunificación familiar.

Hoy, la mayoría de los que emigran a los Estados Unidos provienen de Asia y América Latina, y muchos son recibidos con la misma mezcla de intolerancia e ignorancia que encontraron las olas anteriores.

Trump puede ser vergonzoso, pero no es terriblemente original. Es sólo el último en aprovechar la ansiedad que los hijos de los inmigrantes del pasado sienten hacia los inmigrantes de hoy en día.

Y a pesar de lo que muchos desean creer, los estadounidenses no sólo tienen problemas con los que llegan ilegalmente. Los inmigrantes legales también son objeto de su preocupación.

Según el Washington Post, el gobierno de Trump está contemplando cerrar las puertas a los potenciales inmigrantes que requieran asistencia pública, y deportar a los actuales portadores de tarjetas verdes que dependan del sistema de bienestar social y de otros programas gubernamentales. También hay planes para limitar las visas, a fin de ahorrar a los trabajadores estadounidenses la humillación de competir por puestos de trabajo con los extranjeros.

Es una mala política que equivale a un proteccionismo para los trabajadores estadounidenses. Pero como la prohibición de refugiados y el muro que Trump promete construir en la frontera mexicano-americana, no puede ser llamado no-americano. De hecho, es perfectamente estadounidense. Y eso es lo triste.