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El congresista Steve Scalise, representante por Luisiana y tercer republicano de mayor rango en la Cámara de Representantes de EE.UU., se encuentra en "estado crítico", según informó hoy el hospital en el que fue ingresado tras el tiroteo en en el Parque- Estadio Eugene Simpson, en Alexandria, Virginia EFE
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Estoy asombrado pero no simplemente por la profundidad del partidismo estos días sino también cada vez más por su naturaleza. Las personas del otro lado de la división no solo están mal y se debe argumentar en su contra. Son inmorales y deben ser amordazados o castigados. 

Esto no se trata de política. La brecha entre izquierda y derecha durante la mayor parte de la Guerra Fría fue mucho más grande de lo que es actualmente en ciertos temas. Varios de izquierda querían nacionalizar o regular sustancialmente industrias enteras; en la derecha promovieron abiertamente un retroceso total del New Deal. En comparación con eso, las divisiones económicas corrientes parecen relativamente pequeñas. 

El partidismo actual se trata más de la identidad. Los eruditos Ronald Inglehart y Pippa Norris han argumentado que, en las últimas décadas, las personas comenzaron a definirse a sí mismas menos políticamente por asuntos económicos tradicionales que por identidad (género, raza, etnicidad, orientación sexual). Agregaría a esta clase social mezclada, algo de lo cual casi no se habla en Estados Unidos pero que es un determinante poderoso de cómo nos vemos a nosotros mismos. La elección del 2016 tuvo mucho que ver con la clase social, con votantes rurales que no eran universitarios que reaccionaron contra una elite urbana profesional. 

El aspecto peligroso de esta nueva forma de política es que la identidad no se presta a sí misma fácilmente para el compromiso. Cuando la división principal era económica, uno siempre podía separar la diferencia. Si una parte deseaba invertir U$S100 mil millones y la otra no quería invertir nada, había un número en medio. Lo mismo sucede con los recortes fiscales o la política de bienestar. Sin embargo, si los temas centrales consisten en la identidad, la cultura y la religión (pensemos en el aborto, los derechos de homosexuales, monumentos confederales, la inmigración, los idiomas oficiales), entonces el compromiso parece inmoral. La política estadounidense se está pareciendo más a la política de Oriente Medio, en donde no hay punto intermedio entre ser sunita y chiita. 

He visto este giro en las reacciones a mi propia escritura y, más tarde, a mi programa televisivo. Cuando comencé a escribir columnas hace aproximadamente dos décadas, los desacuerdos eran casi siempre mordaces pero usualmente acerca de la sustancia del tema. Cada vez hay menos discusión acerca de la sustancia, en su mayoría ataques ad hominem, que a menudo incluyen mi raza, religión o etnicidad. 

Hoy, todo se convierte en materia para el partidismo. Tengamos en cuenta a la producción que ahora es famosa de “Julio César” del teatro público en Central Park, en el cual César se asemeja al presidente Trump. Los conservadores han ridiculizado la obra, elevando indignación entre las personas que nunca la han visto, afirmando que glorifica el asesinato de un presidente y buscan que la producción deje de recibir fondos. Desde que twiteé una oración en la que elogiaba a la producción, he recibido un aluvión de ataques, varios de ellos bastante desagradables. En el año 2012, en una producción de la misma obra, un César que se asemejaba a Obama era matado en la noche y nadie pareció quejarse. 

De hecho, el mensaje central de “Julio César” es que el asesinato fue un desastre, que llevó a la guerra civil, a la anarquía y a la caída de la república romana. Los asesinos son vencidos y humillados y, atormentados por la culpa, tienen muertes espantosas. Si eso no fue lo suficientemente claro, el director de la obra, Oskar Eustis explicó el mensaje que intentaba dejar: “Julio César se puede leer como una parábola que advierte a aquellos que intentar luchar por la democracia utilizando medios antidemocráticos”. 

El teatro político es tan antiguo como la civilización humana. Una obra sofisticada de Shakespeare, que en realidad presenta a César (Trump) bajo una luz mezclada y un tanto favorable, es algo que debe ser discutido, no censurado y ciertamente no debe ser culpado por las acciones de un único disparador trastornado. 

Recientemente di un discurso en la Universidad Bucknell en la cual critiqué a las universidades mayormente liberales por silenciar opiniones que consideran ofensivas, y argumenté que era dañino para los estudiantes y para el país. Lo mismo se aplica a los conservadores quienes intentar montar campañas para que el arte que consideran ofensiva deje de recibir fondos. ¿Acaso ahora los conservadores quieren que Central Park sea su propio espacio seguro especial? Yo seguiré sosteniendo que los liberales y conservadores deberían abrirse a todos los tipos de opiniones e ideas que difieren con las suyas. En vez de intentar silenciar, excomulgar y castigar, miremos a la otra parte e intentemos escuchar, captar y, cuando debamos, discrepemos.