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Cargamos el bagaje emocional de nuestra propia experiencia en la escuela, las relaciones con nuestros padres y sus expectativas. Eso se junta a las esperanzas y sueños que tenemos para nuestros hijos, lo que dificulta ser siempre positivo y constructivo.
Cargamos el bagaje emocional de nuestra propia experiencia en la escuela, las relaciones con nuestros padres y sus expectativas. Eso se junta a las esperanzas y sueños que tenemos para nuestros hijos, lo que dificulta ser siempre positivo y constructivo.

[OP-ED]: No digas a tus hijos que la matemática nunca fue tu fuerte

Hay una tendencia emergente en educación que he observado y espero que se expanda en toda la nación: Pedir a los adultos presentes en las vidas de los niños que no se identifiquen como malos en matemática.

La primera vez que lo noté fue hace varios años, en una orientación para padres en la escuela media de mi hijo menor. El director intentaba explicar que los resultados en matemática estaban subiendo en los exámenes de todo el estado y que podría notarse en el trabajo que llevaban los niños a la casa por la tarde.

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Hay una tendencia emergente en educación que he observado y espero que se expanda en toda la nación: Pedir a los adultos presentes en las vidas de los niños que no se identifiquen como malos en matemática.

La primera vez que lo noté fue hace varios años, en una orientación para padres en la escuela media de mi hijo menor. El director intentaba explicar que los resultados en matemática estaban subiendo en los exámenes de todo el estado y que podría notarse en el trabajo que llevaban los niños a la casa por la tarde.

“Por favor, alienten a sus hijos,” rogó el director. “Si se encuentran con que no pueden ayudar con los deberes, sepan que tendremos apoyo extra disponible para todo el alumno que lo necesite. Pero, por favor, no digan que no son buenos en matemática. O que la matemática es ‘difícil’ o que ustedes no comprenden por qué todo tiene que ser tan complicado.”

Más recientemente, un administrativo en una de las secundarias locales envió el mismo mensaje a sus maestros: No anden por ahí diciendo que no son buenos en matemática.

Por haber enseñado álgebra en el pasado, ese pedido sonó como música celestial en mis oídos.

Fue un poderoso recordatorio de que algunos padres con buenas intenciones, que desean ser comprensivos con sus hijos, pueden perpetuar las cicatrices de la niñez. Y quizás este mensaje se esté generalizando.

En un ensayo titulado “¿Tiene la matemática el poder de sanar?” en el sitio Web The Good Men Project, Michael Allwright escribió recientemente: “Cuando estaba en el 7° grado odiaba la matemática. … No tenía motivación, estaba frustrado o no prestaba atención en las clases de matemática. Tenía las cicatrices emocionales de ‘no ser bueno en matemática’, lo que se manifestaba cuando hacía los balances en mi chequera o aprendía cálculo. Las fracciones me persiguieron cuando construí una remota cabaña en McCarthy, Alaska.”

Cuando el hijo de Allwright comenzó también a luchar con la matemática, Allwright se dio cuenta de que estaba a punto de “impartir a mi hijo una experiencia con la matemática tan desmoralizadora como la que yo tuve.” En lugar de eso, Allwright respiró hondo y “pude mostrar a mi hijo que la matemática no era difícil ni complicada. Sin duda, era compleja, pero las cosas están hechas de múltiples pasos simples.”

Esa lucidez no es universal. La semana pasada, en una reunión del personal docente oí las siguientes palabras: “La matemática es tan difícil”. No es que los que profieren esas afirmaciones no tengan necesariamente razón--el problema es que no ayudan en absoluto.

A Dios gracias, la conclusión de que las actitudes de la sociedad hacia la educación y la vida socavan el aprendizaje, está saliendo lentamente de los laboratorios de investigaciones y entrando en las escuelas públicas.

En su libro: “Mindset: The New Psychology of Success”, la profesora e investigadora Carol Dweck--cuyas opiniones han influido la práctica de la educación--investiga la diferencia entre los que creen que pueden aprender y los que tienen la idea fija de que cuentan con ciertos rasgos (como ser bueno para los deportes o malo para la matemática) que son inmutables.

“Ningún padre piensa: ‘Me pregunto qué puedo hacer hoy para socavar la confianza de mis hijos, subvertir sus esfuerzos, desinteresarlos del aprendizaje y limitar sus logros,’” escribe Dweck. “Por supuesto que no. Piensa en cabio: ‘Haría cualquier cosa, daría lo que fuera para que mis hijos tengan éxito.’ Sin embargo, muchas de las cosas que hacen repercuten en forma perjudicial. Sus opiniones, sus lecciones, sus técnicas de motivación,” y yo agregaría, sus intentos por conectarse, “a menudo envían un mensaje equivocado.”

En su libro, Dweck dice que elogiar la inteligencia o el talento “tiene el efecto opuesto. Hace que los niños duden de sí mismos en cuanto algo es difícil o algo sale mal. Si los padres desean dar un regalo a sus hijos, lo mejor es enseñarles a amar los desafíos, sentirse intrigados por los errores, disfrutar del esfuerzo y seguir aprendiendo. De esa manera, sus hijos no necesitan ser esclavos de los elogios. Tendrán toda una vida para construir y reparar su propia confianza.”

Ser maestro es difícil, pero en realidad más difícil es ser padre.

Cargamos el bagaje emocional de nuestra propia experiencia en la escuela, las relaciones con nuestros padres y sus expectativas. Eso se junta a las esperanzas y sueños que tenemos para nuestros hijos, lo que dificulta ser siempre positivo y constructivo.

Pero escuchen lo que dice una maestra que desea desesperadamente que sus hijos amen el aprendizaje: No se menosprecien como alumnos. Y hagan lo que hagan, no digan que no fueron buenos en alguna asignatura en particular. Sonrían no más, y aseguren a sus hijos que hay muchos adultos que los pueden ayudar.