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Dice Richard Reeves, de la Brookings Institution, en su nuevo libro “Dream Hoarders”. No debe sorprendernos que el 58 por ciento de los hombres blancos y el 67 por ciento de los blancos sin título universitario votaran por Trump.
Dice Richard Reeves, de la Brookings Institution, en su nuevo libro “Dream Hoarders”. No debe sorprendernos que el 58 por ciento de los hombres blancos y el 67 por ciento de los blancos sin título universitario votaran por Trump.

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Ese fenómeno impuso en la economía una estructura salarial que genera sistemáticamente desigualdad entre la mayoría de los norteamericanos y la clase media alta, que se define aproximadamente como el 20 por ciento más alto, con ingresos de un poco más de 100.000 dólares. Tenemos dos estudios nuevos que demuestran este hecho, aunque ninguno de ellos usa explícitamente el término sociedad post-industrial. 

Consideremos lo siguiente. Entre 1960 y 2014, las ganancias anuales, corregidas por la inflación, de hombres profesionales y ejecutivos de empresas, se elevaron un 70 por ciento, informa Stephen Rose en un estudio para Third Way, un centro de investigaciones levemente a la izquierda del centro. En cambio, los ingresos anuales de los obreros de fábrica (hombres) se elevaron sólo un 18 por ciento en el mismo período. 

No es sólo que los hombres blancos no-especializados van a la zaga del progreso de los hombres blancos de clase media alta, dice Rose, sino que también se ven a veces sobrepasados por “muchas más mujeres de minorías raciales” que califican para puestos gerenciales y profesionales que antes estaban fuera de sus límites. Desde 1960, “la clase obrera blanca mostró una dramática caída en status”. 

Así es, dice Richard Reeves, de la Brookings Institution, en su nuevo libro “Dream Hoarders”. No debe sorprendernos que el 58 por ciento de los hombres blancos y el 67 por ciento de los blancos sin título universitario votaran por Trump, dice. 

“Muy a menudo, la retórica de la desigualdad apunta al problema del ‘1 por ciento del tope’, como si [todo] el 99 por ciento del ‘resto’ estuviera en una misma situación funesta,” escribe Reeves. “Esa obsesión con la clase alta permite a la clase media alta convencerse de que estamos en el mismo barco que el resto de los Estados Unidos; pero no es cierto. ... Aquellos de nosotros en la clase media alta no somos víctimas de la creciente desigualdad. Somos los beneficiarios.” 

La llegada de la “sociedad post-industrial” fue popularizada inicialmente por el sociólogo de Harvard, Daniel Bell, en un libro de 1973 del mismo nombre. En aquel momento, la economía norteamericana estaba aun dominada, simbólicamente al menos, por la industria pesada: acero, automóviles, electrodomésticos, aluminio, minas de carbón y producción de petróleo, entre otras cosas. Pero Bell mostró que los servicios—venta al pormenor, asistencia médica, viajes, educación, entretenimiento (incluyendo restaurantes), bancos y otros—estaban sobrepasando rápidamente al sector industrial. 

Las consecuencias de ese trastorno serían muchas, dijo Bell. El historial de los académicos—y de todos los demás—para adivinar el futuro es pésimo. Pero Bell es la excepción; muchas de sus predicciones se han hecho realidad. Entre ellas: 

Los servicios continuarían expandiendo su porción de la torta económica. Es cierto. Ahora representan casi dos tercios de la economía, mientras que a principios de la década de 1970 representaban alrededor de la mitad. 

La mano de obra—trabajo de fábrica, construcción, minería—se reduciría como porción de la fuerza laboral. También cierto. En 1960, los trabajos manuales representaban el 47 por ciento de los puestos de trabajo de los hombres, según Rose. Para 2014, esa porción era del 27 por ciento. 

Una mayor educación sería un requisito para el éxito económico de la sociedad—la necesidad era de “trabajadores con conocimientos”—y también era un indicio de posición social. En 1960, el 51 por ciento de los trabajadores norteamericanos no había acabado la secundaria; para 2014, esa cifra era del 9 por ciento, dice Rose. En el mismo período, la porción de graduados universitarios se triplicó, de un 10 a un 35 por ciento. 

En general, esas realidades definen la actual estructura salarial post-industrial. A los trabajadores con conocimientos—médicos, abogados, ingenieros, científicos, especialistas en computación, gerentes corporativos—les ha ido mejor en general que al promedio. Pero la erosión de los puestos de trabajo manuales perjudicó a los hombres de la clase obrera—más trabajadores compiten por relativamente menos puestos de trabajo—y muchos puestos del sector de servicios (en restaurantes, tiendas y hoteles) no están relativamente bien remunerados. 

Hasta fines de los años 60, los ingresos de todos los trabajadores avanzaron en forma bastante pareja y las posiciones económicas relativas de los ciudadanos no variaron mucho. Pero eso ya no es así, dicen Rose y Reeves. “En el curso de las últimas tres o cuatro décadas, la desigualdad de ingresos aumentó en Estados Unidos, pero sólo en el tope,” escribe Reeves. “No hubo un aumento en la desigualdad en el 80 por ciento más bajo de la población.” 

Se citan a menudo el resentimiento y la desilusión resultantes como la verdadera fuente de la ira política. En realidad, son consecuencias de una decepción. Como muestra el ascenso de la sociedad post-industrial, es difícil para el gobierno invalidar los cambios económicos y sociales generalizados. Un importante centro del debate político es—y será—si podemos o no alterar ese fenómeno.