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Un grupo de veteranos de guerra deportados protestaron en honor de los veteranos deportados que han muerto fuera de los Estados Unidos, y exigieron cambios a las leyes que darían a los veteranos deportados acceso a beneficios médicos. EFE
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Honestamente, a veces, es difícil saberlo. Esta nación de segundas oportunidades ofrece posibilidades ilimitadas a los que están dispuestos a trabajar, a esforzarse e innovar. En Estados Unidos, la gente puede nacer en la pobreza pero eso no significa que la pobreza nazca en ellos. Nuestra sociedad es una de las más libres de la Tierra, lo cual, como aprendimos, tiene su lado malo; se nos conoce por utilizar esa libertad para hacer cosas que nos perjudican--como acallar opiniones opuestas en lugar de debatir y refutarlas. 

Una nueva encuesta de NPR/PBS News Hour/Marist halla que alrededor del 70 por ciento de los estadounidenses dice que el nivel de cortesía en Washington empeoró desde que Donald Trump se convirtió en presidente. Sólo el 6 por ciento dice que mejoró. El veinte por ciento dice que no cambió.

Hay momentos en que los latinos se sienten arrullados en el cálido abrazo de Estados Unidos--al igual que las olas de alemanes, irlandeses e italianos antes que nosotros. Pero como sucedió con esos grupos de inmigrantes, vivir en este país no ha sido sólo participar en celebraciones étnicas y desfiles con carrozas. 

Durante los siglos XIX y XX, los inmigrantes recibieron señales ambivalentes de Estados Unidos. A menudo se los separaba, se los discriminaba y se les prohibía vivir en ciertos barrios. Y después, una generación más tarde, les daban sermones sobre cómo debían asimilarse y no segregarse. 

Hoy en día, lo mismo ocurre con los latinos. Nos dicen que no somos estadounidenses totales, que somos más leales a nuestro terruño ancestral, y que no somos tan íntegros como nuestros compatriotas. Para muchos, los latinos son peligrosos, deficientes y perjudiciales para la sociedad. 

Hasta escuché a alguien decir, estúpidamente, que uno no se podía fiar de que un juez federal nacido en Indiana, de padres nacidos en México, llevara a cabo su trabajo con justicia, porque era “mexicano”. 

Una compañera periodista--que nació en México pero vivió la mayor parte de su vida de este lado de la frontera--me dice que está escribiendo un libro en que pregunta a Estados Unidos si está finalmente listo para aceptarla. 

Otro amigo, abogado y académico, fue despedido recientemente de una universidad porque, dice, los liberales que la administran resultaron ser--en cuanto a la raza--no tan liberales como pretenden serlo. 

Los lectores se quejan de que los Grandes Medios, mientras profesan ser ilustrados, están en la oscuridad en esas ocasiones en que reúnen a media docena de comentaristas para hablar de los latinos y no incluyen a ningún latino. 

Mis padres de 75 años vivieron las indignidades de las escuelas segregadas, de la discriminación laboral, de las leyes de sólo-inglés y de los carteles en restaurantes del sudoeste que decían “No se permiten perros ni mexicanos”. Presenciaron el lado desagradable de Estados Unidos. 

Pero, con el tiempo, mis padres aprendieron que Estados Unidos podía redimirse cuando encontraba su camino a sus principios fundacionales. Y como la mayoría de los mexicano-americanos, criaron a sus hijos para que supieran con toda claridad que tenemos sólo un país, una bandera y una lealtad. México no nos ha dado nada desde que dio un empujón hacia la puerta, con poca ceremonia, a nuestros padres y abuelos. 

Y sin embargo, mi padre a menudo señala que, en la actualidad, el prejuicio está aún vivo y acechante por debajo de la superficie. Es más sutil ahora, dice. Pero aún está ahí. 

Parte de ese prejuicio se convirtió en una cepa más maligna de racismo o etnocentrismo. Está impulsada en gran parte por el temor a los cambios demográficos. Como los 56 millones de latinos de la nación ahora representan el 17 por ciento de la población--y en un par de décadas, el 25 por ciento--los estadounidenses blancos y los afroamericanos se sienten desorientados y desplazados. 

Pero mi padre tiene razón en una cosa: En la época políticamente correcta posterior a los derechos civiles en que vivimos, los insultos y desprecios son más corteses de lo que solían serlo. 

Todos tenemos nuestra propia historia. La mía--que podría titularse “Estados Unidos y Yo”--es una de gratitud por mi ciudadanía estadounidense, aún cuando un lector mordaz se refiriera a ella como una “cuestión técnica”. 

Amo mi país por la grandeza que revela y el potencial que tiene de aún ser más grande. Y ¿saben qué? Pienso que Estados Unidos me ama a mí también y que muestra su afecto con cada bendición con que me colma.

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