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Fotografía facilitada por la Bolsa de Nueva York que muestra al presidente de Santander Consumer Finance, la unidad de financiación al consumo del Grupo, Jason Kulas (C) junto con otros compañeros tras abrir la sesión del parqué neoyorquino en Estados Unidos. EFE/
Fotografía facilitada por la Bolsa de Nueva York que muestra al presidente de Santander Consumer Finance, la unidad de financiación al consumo del Grupo, Jason Kulas (C) junto con otros compañeros tras abrir la sesión del parqué neoyorquino en Estados…

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“Conocemos ahora a nuestro enemigo y está entre nosotros"

-Pogo, el personaje de la historieta de Walt Kelly, 1970

 Lo mismo puede decirse de la economía. Eso es lo que sostiene Tyler Cowen, autor del nuevo libro titulado: “The Complacent Class: The Self-Defeating Quest for the American Dream”.

Aunque nos recuperamos de la Gran Recesión, existe el temor de que la economía se estanque o crezca solo lentamente. El gobierno no podrá manejar la siguiente crisis, ya sea una guerra, un derrumbe financiero o una gran epidemia.

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“Conocemos ahora a nuestro enemigo y está entre nosotros"

-Pogo, el personaje de la historieta de Walt Kelly, 1970

 Lo mismo puede decirse de la economía. Eso es lo que sostiene Tyler Cowen, autor del nuevo libro titulado: “The Complacent Class: The Self-Defeating Quest for the American Dream”.

Aunque nos recuperamos de la Gran Recesión, existe el temor de que la economía se estanque o crezca solo lentamente. El gobierno no podrá manejar la siguiente crisis, ya sea una guerra, un derrumbe financiero o una gran epidemia.

Es posible, dice Cowen, economista de la Universidad George Mason. Pero no culpa a los sospechosos de siempre: la resaca de la crisis financiera 2008-9 (los consumidores y las empresas pagan sus deudas en lugar de gastar en productos y servicios); enormes déficits presupuestarios; o la impotencia de las políticas gubernamentales—tasas de interés que tocan fondo y grandes déficits presupuestarios—para incentivar el crecimiento.

En lugar de eso, sugiere Cowen, la culpa es nuestra.

No nos mudamos para encontrar puestos de trabajo como solíamos hacerlo en otras épocas; la tasa de migración entre los estados bajó alrededor de un 50 por ciento comparada con su promedio de 1948-71. No creamos nuevas empresas con tanta rapidez como lo hacíamos antes; cita un estudio que calcula que las empresas nuevas representan solo entre el 7 y 8 por ciento de todas las empresas, mientras que en los años 80 esa cifra era del 12 al 13 por ciento. Cada vez más nos agrupamos con gente “como uno”—en cuanto a clase y nivel de educación—al casarnos con ellos y vivir en los mismos barrios.

En forma aislada, ninguna de esas tendencias puede ser muy perjudicial, pero colectivamente socavan la flexibilidad de la economía y su “dinamismo”, dice Cowen. Si los individuos no se mudan en busca de trabajo, algunos puestos productivos quedan vacantes. La creciente separación según los orígenes y estilos de vida refuerza la renuencia a mudarse. La escasez de empresas nuevas obstaculiza la creación de puestos de trabajo y de un estándar de vida más alto.

Cowen echa la culpa de muchas de estas tendencias a la “auto-complacencia.” Los estadounidenses cada vez más valoran la seguridad y la estabilidad. “No les gustan mucho los cambios, a menos que estén bajo su control y dominio, y ahora cuentan con los recursos y la tecnología para manejar sus vidas sobre esa base,” sostiene. Pero lo que satisface a los individuos puede debilitar la capacidad del país “para regenerarse en la forma en que lo hacía anteriormente, como durante la postguerra o [la presidencia de] Reagan”.

Los gerentes exhiben actitudes similares, ralentizando los avances en productividad. (La “productividad” es la eficiencia.) Como porción de la economía, las investigaciones y el desarrollo sigue en el mismo nivel que los años 60. La creciente concentración industrial podría detener a las empresas nuevas, porque las barreras de entrada han crecido. Otro estudio concluye que en el 40 por ciento de las industrias de fabricaciones norteamericanas, las cuatro empresas más altas controlan la mitad o más del mercado. En 1992, esa porción era del 30 por ciento.

Aunque interesante, el argumento de Cowen no es a prueba de balas. La cautela y la resistencia al cambio que él llama “auto-complacencia”, otros (entre los que me incluyo) hemos considerado como un sentimiento de tener derecho a las cosas. En la época posterior a la Segunda Guerra Mundial, los norteamericanos en general esperaron contar con seguridad económica y estabilidad, así como también un estándar de vida en ascenso. Quizás esas expectativas no eran realistas, pero la gente fue condicionada a creer en ellas.

El brusco despertar actual quizás refleje temor más que auto-complacencia. La crisis financiera y la Gran Recesión asustaron a los norteamericanos en todo el espectro económico, porque ni el colapso económico ni la pérdida masiva de puestos de trabajo se esperaban. La gente y las empresas respondieron gastando menos y ahorrando más, como un amortiguador contra crisis futuras inesperadas. Eso es prudencia, no auto-complacencia. Pero Cowen apenas menciona la Gran Recesión.

Las pruebas sobre la auto-complacencia también podrían ser exageradas. Por ejemplo, las investigaciones y el desarrollo financiado por empresas alcanzaron ahora un récord como porción de la economía—alrededor del 2 por ciento del producto bruto interno—y representan el 69 por ciento de todos los gastos en investigaciones y desarrollo. Ésa sin duda no es prueba de mucha auto-complacencia. Las prácticas de investigaciones y desarrollo totales son más bajas porque las financiadas federalmente disminuyeron hasta alcanzar la proporción más baja desde 1953 (23 por ciento), año en que la National Science Foundation comenzó a calcular esas tasas.

Lo que nos brinda Cowen es una idea interesante—la auto-complacencia. La propuesta de que ese factor explica la ralentización económica es interesante, pero no ha sido confirmada.

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