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Una teoría atribuye el aumento de las “muertes de desesperación” a la creciente desigualdad de ingresos. Habría menos suicidios, sobredosis de drogas y muertes relacionadas con el alcohol, si los ingresos se distribuyeran más equitativamente, sostiene ese argumento. La gente maneja sus frustraciones y su ira recurriendo a conductas autodestructivas.
Una teoría atribuye el aumento de las “muertes de desesperación” a la creciente desigualdad de ingresos. Habría menos suicidios, sobredosis de drogas y muertes relacionadas con el alcohol, si los ingresos se distribuyeran más equitativamente, sostiene…

[OP-ED]: ¿Está el Sueño Americano matándonos?

 No es frecuente que la economía suscite las preguntas más profundas de la existencia humana, pero el trabajo reciente de los economistas Anne Case y Angus…

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Los resultados fueron asombrosos porque la expectativa de vida más larga ha sido un indicador fiable del progreso de la condición humana. En 1940, la expectativa de vida en Estados Unidos, en el momento del nacimiento, era de 63 años; para 2010, era de 79 años. El progreso es un reflejo de los avances médicos (fármacos, cirugía menos invasora), de los estilos de vida más saludables (menos cigarrillo) y del trabajo menos peligroso (trabajo de fábrica menos extenuante). Se esperaba que esa tendencia continuaría.

Pero en un nuevo estudio, Case y Deaton confirman y extienden sus conclusiones. En el nuevo siglo, la mortalidad ha aumentado entre los blancos no-hispanos de mediana edad, principalmente entre los que cuentan con un máximo de educación de escuela secundaria. En cambio, la expectativa de vida sigue mejorando para hombres y mujeres con diplomas universitarios. También va aumentando en lo referido a negros e hispanos, cuyas tasas de mortalidad tradicionalmente excedían las de los blancos.

La conclusión corrobora, en gran medida, el trabajo del académico conservador Charles Murray. En un libro de 2002—“Coming Apart: The State of White America 1960-2010”—Murray sostuvo que el país se estaba dividiendo según sus clases sociales, así como también razas y etnias. Como Case y Deaton, Murray se concentró en individuos sin educación universitaria. Algunos analistas políticos atribuyeron la victoria de Donald Trump al apoyo de este airado grupo.

La principal causa del aumento de las tasas de mortalidad en blancos no-hispanos, de entre 50 y 54 años, hombres y mujeres, es las llamadas “muertes de desesperación”—suicidios, sobredosis de drogas y las consecuencias de la bebida intensa. Desde 1990, la tasa de mortalidad por esas causas para este grupo aproximadamente se duplicó a 80 por 100.000. Esas muertes contrarrestan los avances en las tasas de mortalidad entre los niños y los ancianos, lo que condujo a una caída en las expectativas de vida generales en Estados Unidos para 2015, expresan Case y Deaton.

¿Por qué? Ése es el misterio. Intentar develarlo nos saca de la economía y nos lleva a preguntas que generalmente se dejan para la literatura. ¿Cómo se juzgan las personas a sí mismas? ¿Qué esperan de la vida? ¿Cómo manejan las decepciones y los reveses?

Una teoría atribuye el aumento de las “muertes de desesperación” a la creciente desigualdad de ingresos. Habría menos suicidios, sobredosis de drogas y muertes relacionadas con el alcohol, si los ingresos se distribuyeran más equitativamente, sostiene ese argumento. La gente maneja sus frustraciones y su ira recurriendo a conductas autodestructivas.

Aunque suena plausible, Case y Deaton son escépticos. No descuentan la teoría enteramente pero creen que se exagera ese argumento. Señalan que, en muchos lugares y en muchas poblaciones, la creciente desigualdad de ingresos no ha aumentado las tasas de mortalidad. Por ejemplo, los negros norteamericanos y los hispanos viven más a pesar de la creciente desigualdad de ingresos. En Europa, el crecimiento económico lento y una mayor desigualdad no han producido tasas de mortalidad más altas.

En lugar de eso, Case y Deaton proponen una teoría tentativa—enfatizan que es “tentativa”—que llaman “acumulación de privaciones”. El problema central es “un constante deterioro en las oportunidades laborales para los individuos con poca educación formal.”

Un revés lleva a otro. La carencia de destrezas lleva a empleos deficientes de baja remuneración e inestables. Los individuos con trabajos malos no son buenos candidatos para el matrimonio; las tasas de matrimonio bajan. La cohabitación florece, pero esas relaciones a menudo se rompen. “Como resultado,” escriben Case y Deaton, “más hombres pierden un contacto regular con sus hijos, lo que es perjudicial para ellos y para los hijos.”

Para Case y Deaton, “están fuerzas sociales de acción lenta y acumulativa” ofrecen la mejor explicación para el ascenso en las tasas de mortalidad. Puesto que las causas están muy afianzadas, harán falta, (en el mejor de los casos) “muchos años para que se reviertan”. Pero aún, si su teoría sobrevive el escrutinio académico, es incompleta. Se le escapa el aspecto singularmente norteamericano de esta historia.

La pregunta correcta podría ser: ¿Está el Sueño Americano matándonos?

La cultura norteamericana enfatiza el esfuerzo y el logro del éxito económico. En la práctica, cumplir el Sueño Americano es la norma de éxito, por vaga que sea. Sin duda implica ser dueño de una casa, tener una modesta seguridad financiera y laboral, y un futuro brillante para los hijos. Cuando los esfuerzos logran esos objetivos, el sentido de logro y valor de uno mismo se fortalece.

Pero cuando el esfuerzo flaquea y fracasa--cuando el Sueño Americano se vuelve inalcanzable--se convierte en un juicio sobre nuestra vida. Para fines de la cuarentena o cincuentena, nosotros somos los que evaluamos. En ese momento es más difícil hacer lo que habríamos hecho antes. Nos convertimos en rehenes de nuestras esperanzas incumplidas. Hay un mayor número de norteamericanos que están ahora en esa precaria posición. Nuestra obsesión con el Sueño Americano mide nuestra ambición--y nuestra cólera.