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Una mujer ondea la bandera nacional durante una manifestación delante del Edificio Federal para apoyar a un activista que defiende los derechos de los inmigrantes, Ravi Ragbir, que ha sido amenazado con ser deportado de Estados Unidos, en Nueva York. EFE

[OP-ED]: El campesino sacrificó todo por su familia. ¿Es realmente un “hombre malo”?

El debate migratorio no se centra en torno a la histeria. Su centro son los seres humanos. A lo largo de la frontera mexicano-americana, se toman decisiones…

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Aprendí esa lección recientemente tras pasar una tarde con un “hombre malo”.

Ése es el cariñoso término que usó el presidente Trump para algunos miembros de la población indocumentada. Sólo un poco mejor de lo que los llamó el presidente Obama: “pandilleros”.

En su discurso al Congreso, Trump declaró: “Estamos expulsando a pandilleros, narcotraficantes y delincuentes que amenazan nuestras comunidades y acechan a nuestros inocentes ciudadanos.”

Pero aun así, como con Obama, la definición de Trump de “delincuentes” incluye mucamas, jardineros y niñeras.

Encontré al hombre malo—cuyo nombre es José—en una granja de 60 acres al nordeste del Condado de San Diego. La operación familiar produce aguacates, mandarinas y uvas de vino. Esas especies no pueden cosecharse con maquinaria, especialmente en el reducido espacio en que está ubicada la granja.

En lugar de acechar a los ciudadanos, José poda las viñas. Se llama trabajar.

Busquen la palabra en el diccionario. Hoy en día, los estadounidenses apenas si reconocen el trabajo manual físico. Criamos a nuestros hijos para que sean blandos y para que consideren cualquier trabajo como por debajo de ellos.

Según el presidente, los hombres malos son aprovechadores. Se quedan con trabajos sucios que, según nos dicen, los estadounidenses desearían realizar. Obtienen beneficios que los hace depender de los políticos. Después se llevan nuestra seguridad cuando cometen delitos—aunque a una tasa menor que la de los ciudadanos estadounidenses.

Trump dijo al Congreso que expulsar a los inmigrantes ilegales “ahorrará incontables dólares, elevará los salarios de los trabajadores y ayudará a que las familias que luchan por subsistir—incluyendo las familias de inmigrantes—ingresen en la clase media.”

Se pueden vender esas tonterías sólo en Washington. Por suerte, yo estoy a casi 3.000 millas del Cinturón de Circunvalación de esa ciudad. Y hoy, mi clase es esta granja familiar.

Para ser un aprovechador, José es tremendamente productivo. Proveniente del estado mejicano de Guanajuato, cuida de esta granja como si fuera la suya. Y se siente valorizado y apreciado como campesino. De hecho, parecen socios.

José gana más de 13.50 dólares por hora, mejor que el salario mínimo de California de 10.50 dólares por hora.

Lejos de explotarlo, el granjero le paga bien a su trabajador porque respeta lo que el granjero valora más: su fruta.

En un español entrecortado, le digo a José que mi abuelo vino de Chihuahua, de niño, durante la Revolución Mexicana.

“Conozco Chihuahua”, responde con media sonrisa.

Le digo que me crié entre granjas en el Centro de California y que volví al campo para ver qué efecto tendrá aquí la fuerza de deportación propuesta por Trump.

“Podría causar muchos problemas”, dice José. “Mucha gente está preocupada.”

Sigue las noticias leyendo diarios mexicanos en línea en la biblioteca pública. Por eso sabe que Trump y otros políticos desean usar las deportaciones para abrir puestos de trabajo para trabajadores estadounidenses.

“Dicen que se trata del trabajo, que nos estamos llevando el trabajo de los estadounidenses,” dice José. “Pero tenemos mucho trabajo. Deberían venir aquí y ayudarnos con parte de él.”

Suavemente, le pregunto sobre su situación migratoria.

José no tiene documentos. La primera vez que cruzó la frontera fue hace alrededor de 13 años, dice, y le pagó a un coyote 3.500 dólares. Tres años más tarde, volvió brevemente a casa. Después pagó 4.500 dólares para volver a entrar en Estados Unidos a fin de seguir ganando dinero para su familia, que se quedó en México. La próxima vez que vuelva ya se quedará para siempre.

Finalmente, le pregunto por su familia. Me dice con orgullo que tiene dos hijas en escuela privada en México, donde aprenden inglés. Son adolescentes, de 13 y 18 años.

Aún más suavemente, le pregunto cuándo fue la última vez que las vio. Tras una pausa, dice que fue en el último viaje a México—hace 10 años. Este pobre hombre se ha perdido la mayor parte de la vida de sus hijas, todo para que ellas pudieran vivir mejor. Sus ojos se llenan de lágrimas, y mira a otro lado.

El Norte cobró su precio. El hombre malo está quebrado.

En el camino a casa, me pregunto: ¿Es ésta la gente que Trump quiere que temamos?

Olvídenlo. Temo mucho más a los despreciables políticos de ambos partidos, que causan estragos en la vida de las personas, cuando juegan con asuntos complejos que no comprenden.

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