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J. Rulfo: Otro gigante,  sumamente ignorado

J. Rulfo: Otro gigante, sumamente ignorado

Unas páginas de la edición  del  "Fondo de Cultura Económica"  de la obra del maestro de literatura latinoamericana Juan Rulfo.   Era de estatura corta, y…

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Unas páginas de la edición  del  "Fondo de Cultura Económica"  de la obra del maestro de literatura latinoamericana Juan Rulfo.
 

Era de estatura corta, y escribía corto. 

Su obra entera puede ser encontrada en un solo volumen en el que ahora descanso mi brazo —exactamente 337 páginas de largo, en la edición publicada por "Fondo de Cultura Económica" de 1987. 

Este maestro de la literatura latinoamericana, en ocasiones mejor que los más conocidos como Gabriel García Márquez o Carlos Fuentes, era en hombre muy introvertido y tímido que rara vez daba entrevistas. Probablemente tenía un disgusto secreto por la mercadotecnia de la industria de libros y por los autores que aceptan y en veces disfrutan la atención. 

Ese era, quizás de raíz, quien Juan Rulfo era; un poco ambivalente y bastante sincero. 

Él era ambivalente en sus inclinaciones literarias, y su incredulidad a las instituciones, sacerdotes e inquisiciones del mundo literario entero era bastante evidente. Pero nunca lo expresó. 

Lo escribió, y después calló. Completamente. Al punto que sus lectores que le dieron una buena reseña comenzaron a desconfiar del maestro, y el maestro se volvió aún más dudoso de la popularidad de su trabajo. 

Como un hombre decente, y un hombre de letras, todo lo que hizo en la última parte de su vida fue tomar fotografías con una cámara ahora obsoleta que tal vez se encuentre en algún museo en su natal México. 

Este es el hombre que escribió Luvina; Macario; Diles que no me maten; El Llano en llamas, luego Pedro Páramo, y después nada. 

Juan Rulfo, el escritor que se convirtió en fotógrafo (me recuerda a Joao Salgado, de Brasil, quien un día hizo a un lado su diploma doctoral y se convirtió en uno de fotoperiodistas más prestigiosos del mundo) fue simplemente un escritor que remarcó una vez que su lugar favorito para obtener nombres para sus personajes era el cementerio público. 

Él es poco conocido en el mundo de habla inglesa —aunque sus obras han sido traducidas— quizá incluso olvidado completamente. 

¿Qué departamento de Literatura Latinoamericana en Estados Unidos incluye las 337 páginas que Juan Rulfo escribió como requisito de lectura? Yo no he revisado, pero supongo que dos o tres, si acaso.  

Los estudiantes, si tuvieron la suerte de tener un profesor con este conocimiento, podrían leer la obra entera de Juan Rulfo en una semana o dos, y obtener así un mejor entendimiento de la complejidad cultural de Latinoamérica. 

No hace falta leer al más voluminoso Mario Vargas Llosa, que escribe un libro cada año (y tiene sesenta y tantos), o Carlos Fuentes, otro ferviente escritor pantagruélico que no pudo dejar de escribir hasta que murió inesperadamente en la ciudad de México el año pasado. El cuerpo de Fuentes fue rápidamente enviado a  Paris, de acuerdo a su voluntad, en donde le construyeron su propio monumento en el cementerio público, quizá en caso de que seguidores y estudiantes de arte quieran ir a verlo en las décadas y siglos por venir. 

No Rulfo. Él era lo contrario. Modesto. Sincero. Al que no podría importarle menos si era querido o no por sus contemporáneos, o por las generaciones por venir.  

Él solo se apegó a escribir —como lo sentía. Editó un poco, luego lo envió a la editorial, y se calló.

Él era Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno — mejor conocido como Juan Rulfo.