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La migración mexicana que llegó a Filadelfia a mediados de los noventa ha consolidado con el pasar de los años no solamente un imponente corredor comercial en el sur de la ciudad, sino que ha trasladado tradiciones y costumbres que comienzan a crecer de…

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Estados Unidos, Sur de Filadelfia (PA), 24 de abril del 2011, 10:30 am, esquina de Dickinson y 17. El sol arde en el centro del cielo como una brasa al rojo vivo. Un hombre afroamericano y una mujer puertorriqueña conversan en la acera junto a un hidrante. El hombre está de pie, recostado contra un poste de luz; la mujer sentada en una silla que ella misma arrastró desde su casa. Son viejos amigos: ambos viven en el bloque desde hace más de 30 años. Paul Harper, se llama él; Gloria Matos ella.

–¿Tú sabes qué están celebrando? –le pregunta ella.

–No exactamente. Supongo que su tradición, su cultura.

Un nuevo arranque de trompetas y redoble de tambores los interrumpe. Ambos voltean de nuevo la mirada hacia el frente. Lo que ven es una algarabía de colores, de trajes brillantes, de máscaras, de sombreros mexicanos, de escopetas talladas en madera, de penachos, de chaquetines, todo moviéndose de aquí para allá y de allá para acá en medio de una danza que es pura libertad. Más de 300 personas se contonean como si hubieran perdido el control de su propio cuerpo.

Paul Harper y Gloria Matos observan todo en silencio con ojos inmensos. Él ríe, ella lo mira y aprueba.

– Es divertido ¿no es así? –le dice–. Ya es hora de que aprendamos a unirnos y a respetar nuestras diferentes culturas.

Entonces un hombre mestizo, vestido de traje rojo con brillantinas, transpirado, engominado, con el pecho abierto y con una flauta en su mano pasa junto a ellos. El sujeto es miembro de una de las bandas que toca en el carnaval. Gloria Matos lo llama para que se acerque.

– ¿Usted sabe qué están celebrando? –le pregunta.

–Claro señora –le responde él en medio de una gran sonrisa y con marcado acento mexicano–, es la celebración de la Batalla de Puebla, el Cinco de Mayo.

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El Cinco de Mayo

 

Se dicen muchas cosas en Estados Unidos relacionadas con el cinco de mayo. Se dice que conmemora la Independencia Mexicana (que en realidad es el 16 de septiembre) y que por eso los restaurantes ofrecen especiales de cocteles y comida picante. Se dice que es la gran noche de margaritas y Coronas, la gran fiesta de sombreros de charro y piñatas, el aniversario del mero mero, el tributo a una vieja guerra civil, el gran día de los burritos y el chile, la fecha del mariachi, y todos beben, brindan y comen tacos hasta indigestarse, pero lo cierto es que casi nadie sabe nada de nada.

De todos modos no es mucho lo que hay que saber, los hechos son bastante concisos: el cinco de mayo de 1862 (más de 50 años después de que México lograra su independencia) el ejército mexicano, comandado por el general Ignacio Zaragoza, derrotó en el estado de Puebla a la armada francesa, enviada por Napoleón III para apoderarse de México. Desde entonces, cada cinco de mayo hay cese de labores en el país azteca, y todos los conscriptos que están cumpliendo su servicio militar en las capitales estatales juran lealtad a su bandera. Lo que se celebra es el tamaño de la hazaña, que un pequeño ejército compuesto de regimientos locales –zacapoaxtlas, zapadores, xochiapulquenses, tetelenses– haya vencido a una de las armadas más experimentadas y poderosas del mundo.

Por supuesto, la historia también está llena de mitos, y se dice que aunque los franceses empuñaban bayonetas, los indios, vestidos de manta con cotones oscuros y huaraches, estaban tan decididos a vencer, que esquivaban las balas y se acercaban a sus enemigos hasta cercenarles la cabeza con el filo de sus machetes. Que un indígena malherido descargó una bola de cañón sobre el cuerpo de un soldado francés cuando todo parecía perdido y le devolvió así la confianza a su pueblo. Que el general a cargo del ejército francés, Conde de Lorencez, se sentó en el piso a llorar como un niño cuando vio a su ejército derrotado. Sea como sea, lo cierto es que los mexicanos salieron victoriosos y que los poblanos celebran esa victoria con una representación de la batalla, ya sea que estén en su Puebla natal, o ya sea que, a causa las migraciones y la búsqueda de un futuro más prometedor, estén en Filadelfia, en donde según estadísticas de la oficina del censo hay cerca de 15 mil mexicanos, y aunque no hay cifras oficiales que lo respalden, se sabe que la gran mayoría son poblanos. 

Adaptación de una tradición

Hay quienes dicen que el Carnaval de Huejotzingo (un pequeño municipio del estado de Puebla con 47 mil habitantes) se celebra desde 1870, otros que desde 1890. No hay forma de ponerlos de acuerdo. Todos coinciden, sin embargo, en que se trata de la celebración más antigua de la batalla del Cinco de Mayo, el epicentro desde donde se multiplicaron por todo el estado de Puebla las muchas otras festividades que se hacen en honor a la derrota de la intervención francesa de 1862.  

El Carnaval de Huejotzingo hace parte de las celebraciones que marcan el inicio de la Cuaresma en el calendario ritual católico. Por eso, inicia el fin de semana anterior al miércoles de ceniza y culmina el martes, tres días después.

Cada año, durante esos tres días, el pequeño municipio se convierte en el escenario de una dura batalla en la que cerca de 10 mil danzantes personifican el ejército invasor (compuesto de zuavos, turcos y zapadores) y al ejército mexicano (compuesto de indios serranos y zacapoaxtlas) en medio del estruendo y la humareda que provocan los disparos de mosquetes cargados con pólvora. Este año alrededor de 20 mil visitantes se congregaron para presenciar el evento.

El desfile tiene una estructura predeterminada, que se ha ido perfeccionando con el pasar de los años. Dependiendo del batallón, el número de miembros varía entre 40 y 290. La mayoría de los integrantes son soldados, y cada batallón está escoltado por tres o más abanderadas (mujeres jóvenes que portan la bandera del regimiento) y un grupo de músicos que tocan exclusivamente ritmos carnavaleros. Tiene tanto significado este evento para los poblanos, que a pesar de los altos costos de los trajes (oscilan entre los 1.000 y los 3.000 dólares), todos los participantes portan uno durante la época de Carnaval.

En Filadelfia, que es la única ciudad en Estados Unidos en la que se celebra de manera masiva esta festividad, los organizadores del Carnaval, una organización llamada San Mateo Carnavalero (conformada por doce poblanos que trabajan en restaurantes como cocineros o meseros) está intentando, desde hace cinco años, reproducir sin alteraciones la tradición de Huejotzingo en el sur de la ciudad.

Pese a que traen desde Puebla los costosos trajes, que contratan bandas musicales que viajan directamente desde México, y que tratan de conservar el orden del desfile original (con los batallones intercalados por grupos de abanderadas y grupos de música carnavalera), la ciudad les impone ciertas regulaciones que hace que el evento difiera en algunos aspectos del que  se celebra en Huejotzingo: no pueden usar pólvora, no reciben recursos oficiales, deben respetar un horario más limitado y están obligados a ocuparse ellos mismos de la limpieza. Pero no es  solo eso. Es sobre todo que Estados Unidos es un lugar muy diferente a Huejotzingo, y por más que calquen uno a uno todos los detalles, nunca nada será igual en los dos lugares.

"Mucha gente nos critica, nos dice que por qué no nos concentramos en aprender inglés y que el Carnaval es una tontería, que por hacer tanto ruido es que no nos quieren –explica Gerardo Chico, miembro de la organización–. Pero ellos no entienden el significado de portar uno de estos trajes. El amor y la pasión de ser un carnavalero. Nos gustaría que el gobierno se diera cuenta de la magnitud de esta fiesta y nos apoyara, no sólo económicamente sino con organización".

Sin embargo, pese a las dificultades, el carnaval ha ido creciendo año tras año. La primera vez que se hizo, en el 2006, eran solo 20 personas en algo que parecía más a una reunión familiar. Ahora son más de 300 danzantes, siete mil asistentes, cuatro bandas musicales, un grupo de niños al que llaman 'Carnavalito', 26 abanderadas, y una serie de patrocinadores   –restaurantes y tiendas del sur de Filadelfia (que pagan la mayor parte del evento, calculado en alrededor de 40 mil dólares)– y  organizaciones como Casa Monarca y El Centro Cultural Mexicano, que ayudan con las labores logísticas.

"La mayoría de los que estamos organizando el carnaval hemos participado en el mismo Carnaval que se celebra en Puebla desde que tenemos seis años o menos –dice Asunción Sandoval, presidente de la organización San Mateo Carnavalero–. Todo el esfuerzo que tenemos que hacer se ve recompensado por la satisfacción de que el evento se lleve a cabo".

El esfuerzo al que se refiere Asunción es el que vienen haciendo los doce organizadores para reunirse desde hace cuatro meses todos los domingos, después de una agobiante semana de trabajo en sus respectivos restaurantes, a discutir la puesta en marcha del Carnaval. También el esfuerzo de sacar de sus bolsillo cerca de ocho mil dólares para completar la financiamiento del evento. Y sobre todo el esfuerzo del día a día para convocar una asistencia masiva y publicitar el desfile.  

"Somos la tercera generación de carnavaleros –explica Adelaido Torres Aparicio, uno de los miembros de la organización–. Mis abuelos salían en Huejotzingo a desfilar. Para mí es importante que mis sobrinos que han nacido acá aprendan esta tradición. Y es también una forma de compensar el hecho de estar tan lejos y no poder participar en el Carnaval en Puebla. Es un pequeño pedacito de lo que tanto extrañamos".

 

¡Que vivan los carnavaleros!

Estados Unidos., Sur de Filadelfia (PA), 24 de abril del 2011, 01:30 pm, esquina de Broad y Washington. La ciudad sigue hirviendo como una caldera bajo un sol de plomo. Cerca de 40 personas esperan sobre la calle Washington, a la sombra de un pequeño techo, la llegada de los Carnavaleros. Dos hombres afroamericanos tienen listos su celulares. Tres mujeres estadounidenses de bermudas y cabellos rojizos preparan las cámaras fotográficas que cuelgan de sus cuellos. Varias familias mexicanas conversan ansiosamente. Un niño disfrazado de zacapoaxtla mira a su madre con impaciencia.

–¿Ya vienen ma'? –le pregunta.

–Ya hijo, ya vienen –le responde ella, acomodándole el enorme sombrero, que se le ha deslizado hacia un lado.

Entonces aparece Asunción Sandoval, envuelto en su traje de zapador, caminando a toda velocidad por la mitad de la vereda. Pasa de largo, sin prestarles atención a las tres estadounidenses que intentan fotografiarlo. Su destino es el parque Zacs, ubicado en la esquina de las calles 4 y Washington, última escala del desfile. Un minuto después se escucha un retumbe de tambores y en la distancia surgen los carnavaleros como una enorme fiesta de colores en el horizonte anaranjado.  

–¡Qué vivan los carnavaleros! –le dice la madre al niño alzándolo en hombros!.

– ¡Qué vivan! –repite el niño, retorciéndose de la risa por las cosquillas que su madre le hace en la barriga.

Al frente del desfile vienen seis abanderadas. Las dos del frente portan las bandera de México y de Estados Unidos. Detrás de ellas marchan 350 soldados, a la cabeza los zacapoatxclas y en la cola los turcos y zuavos. En el medio está 'Chimino y su Orquesta Zacatepec' marcando el compás de la marcha con la algarabía de sus trompetas y sus flautas. Hay danzantes de Illinois, Baltimore, Nueva York, Nueva Jersey y Chicago. Sin embargo, es imposible identificarlos. Forman todos un solo volumen en el que los rostros pasan a un segundo plano y sobresalen los sombreros, las escopetas de madera, las pelucas de papel china, los codos levantados, las pesadas máscaras de yeso.  

El desfile avanza constante. No se ha detenido ni una sola vez desde que partió, en la esquina de las calles 17 y Dickinson. Y no lo hará hasta que llegue al Parque Zacs, en donde lo espera un remate de conciertos en medio de carpas de comida. Es el día de los Carnavaleros de Filadelfia, el día en que los cocineros y los meseros mexicanos salen de los restaurantes en donde permanecen encerrados todo el año para mostrarle a la ciudad cómo se baila y se goza en ese lugar no tan lejano de donde vienen. Así que hoy ellos mandan; paran el tráfico, atraen miradas, exhiben sin la más mínima sombra de vergüenza sus bailes y sus maneras carnavaleras desenfrenadas, sus costumbres milenarias tan desconocidas en un país tan cercano.   

Tim Folix, un policía estadounidense que, recostado contra su carro, vigila la marcha con ojos muy abiertos, de repente frunce el ceño cuando un periodista se acerca a preguntarle su opinión del desfile.

"Está bien –dice–, es algo muy normal. Nosotros también tenemos cosas así todo el tiempo", y hace un gesto de indiferencia. Pero cuando el periodista se aleja, sus ojos vuelven a abrirse y su expresión deja de ser la de alguien que observa algo que le es familiar.  

La gente mira a los carnavaleros con curiosidad, los fotografía, los graba con el celular desde la ventana de su auto, los niños los señalan y hacen preguntas a sus padres. Los padres  sonríen y les revuelven el pelo a sus hijos: no saben qué responder. Solo miran.  

Carmelo Torres, un poblano inmigrante en Filadelfia desde hace diez años, también mira. Pero su mirada es distinta, pues no delata sorpresa sino nostalgia, y no una nostalgia cualquiera, sino una nostalgia que tiene que ver más con el orgullo que con la tristeza.

"Yo también quisiera estar ahí –confiesa–. Porque aunque me siento más de aquí que de allá, me gusta recordar. El problema es que no tengo traje."

Mientras habla, un hombre vestido de zapador pasa junto a la vereda arrastrando un cañón improvisado con un tubo de metal sobre dos llantas de bicicleta. Torres se queda mirándolo. El hombre del cañón se llama Gerardo Chico, también es poblano, trabaja en un restaurante, el traje que lleva se lo enviaron sus parientes desde Puebla, y vive en  Filadelfia desde hace nueve años. Cuando alguien le pregunta sobre su cañón, esboza una enorme sonrisa y se limita a decir "ya sabes, es el ingenio mexicano."

Alrededor suyo un grupo de cuatro muchachos menores de 25 años avanza bailando en círculos. Todos, curiosamente, llevan gafas oscuras sobre sus máscaras. Tres de los cuatro tienen las orejas perforadas con pequeños diamantes. Uno de ellos se detiene un momento para contestar una llamada que le entra a su I–Phone. Habla en inglés. Después de un minuto cuelga y acelera el paso para unirse a su grupo de amigos, que la ha sacado cierta ventaja. Cuando los alcanza, todos brindan con las escopetas de madera en una mano y cada uno con una lata de Coca Cola en la otra.

De vuelta a la realidad

Es lunes 25 de abril, la noche siguiente al Carnaval, y los doce organizadores se encuentran reunidos en la casa de Adelaido Torres con sus respectivas familias. Evalúan el resultado del evento. Todos están de acuerdo en que fue un éxito: la asistencia superó sus expectativas. Sonríen, comen sin afanes los  chiles rellenos que les preparó la esposa de Asunción Sandoval. En sus rostros se refleja la satisfacción del trabajo cumplido. Uno anota que debieron estar más preparados para el sol, que faltaron carpas y estaciones de agua. Otro, que hay que buscar la forma de hacer que los disfraces sean más visibles. De todo lo que se dice van tomando nota. Uno más sugiere que hay que invitar para el próximo carnaval a los medios norteamericanos. Todos asienten, se observan con un profundo sentido de la camaradería. Parecen un ejército victorioso reunido después de la guerra.

"El Carnaval es algo que antes no nos atrevíamos a hacer –le dijo a AL DÍA Edgar Ramírez, miembro de la junta directiva  de San Mateo Carnavalero, un día antes del evento–. Antes nos daba miedo que nos vieran, que nos detuvieran, ese miedo siempre ha estado con nosotros. Este es el único día donde podemos olvidarnos de nuestra situación legal. Y aunque el miedo sigue ahí, en el Carnaval lo confundimos con la alegría".

A las diez de la noche los doce hombres se paran de sus sillas y se despiden para regresar a sus respectivas casas. El martes  tienen que estar muy temprano en los restaurantes en donde cocinan o cargan bandejas. Necesitan descansar para salir enteros a enfrentar esa batalla personal que libran día tras día. Es hora de volver a la realidad. En Filadelfia, el Carnaval no es tanto como el de Huejotzingo para recordar una fecha histórica. Es más un escape para olvidar la difícil situación que viven el resto del año. Y claro, también una manera de sentirse en casa, así sea solo por un día.