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De izquierda a derecha, Catherine Keener, Bradley Whitford, Allison Williams, Daniel Kaluuya and Betty Gabriel en “Get Out,” dirigida por Jordan Peele. Foto: Justin Lubin/ Universal Pictures
De izquierda a derecha, Catherine Keener, Bradley Whitford, Allison Williams, Daniel Kaluuya and Betty Gabriel en “Get Out,” dirigida por Jordan Peele. Foto: Justin Lubin/ Universal Pictures

"Get Out!" Un grito de alerta en una era de falsa tolerancia racial

Hay una forma muy particular de intranquilidad que todos sentimos cuando estamos o creemos estar en el lugar equivocado, cuando tratamos pero  no encajamos. No…

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Hay una forma muy particular de intranquilidad que todos sentimos cuando estamos o creemos estar en el lugar equivocado, cuando tratamos pero  no encajamos. No es exactamente miedo, pero casi. En esencia, lo que hace el director Jordan Peele en su primera película, Get Out, es amplificar ese sentimiento de incomodidad, común a todos los seres humanos, hasta convertirlo en la materia prima para una película de terror. Después está la especificidad de la situación: se trata de un afroamericano en una fiesta de blancos. El terror, entonces, se carga de una connotación política. Un ‘thriller social’, así ha llamado a su ópera prima, con mucha razón, el mismo director. Pero también es una comedia surrealista con ecos de Terry Gilliam, pues lo que parece en principio una narración hiperrealista, se cimienta sobre una lógica más próxima de la ciencia ficción, y a medida que avanza la historia, lo bizarro y lo absurdo ganan terreno sobre lo racional.

El chico negro en medio de la multitud blanca es al mismo tiempo víctima de un menosprecio histórico, actor de una farsa social de actualidad y pieza fundamental de un complot futurista. Y es justamente la dificultad para definir la película, teniendo en cuenta que ha dado muchísimo de qué hablar, lo que nos da la medida de su acierto. Hablamos de una obra maestra en potencia. Pero quizá lo más acertado que se puede decir sobre Get Out es que, en la era Trump, donde se ha oficializado el discurso hipócrita de la tolerancia racial, representa un grito de alerta para todos aquellos que se saben diferentes y aún así se creen a salvo.  

Desde la primera escena se establece el tema y el tono que recorrerán toda la narración. Un hombre negro camina por las calles de un barrio desconocido. Por su teléfono celular sostiene una conversación distendida. En medio de risas lamenta estar perdido. Un auto aparece y se aparca a su lado. De pronto la tensión crece y en un segundo estalla el peligro. Después hay corte y entramos en la historia de Chris (Daniel Kaluuya) y Rose (Catherine Keener). De nuevo estamos en la calma y el ambiente despreocupado. Una pareja joven y alegre, sobre todo moderna, él negro y ella blanca, ambos guapos, se alista para el primer encuentro del novio con los padres de la novia. Ella insiste en restarle importancia al tema del color de piel; sus padres, asegura, no diferencian entre una raza y otra. Luego viene el trayecto en auto y finalmente la llegada a la enorme residencia campestre. Allí, en principio, el recibimiento afectuoso de los padres de Rose parece despejar cualquier tensión. Pero pronto, detrás de la excesiva afabilidad empieza a asomar una extraña forma de hostilidad que primero es motivo de incomodidad y luego de claro peligro. Es, en el fondo, una metáfora y una parodia genial de una comunidad blanca y liberal que se ha acostumbrado a defender falsamente la igualdad racial.

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