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MADRID, ESPAÑA - 16 DE MARZO: Una mujer lleva una máscara protectora dentro de un tren subterráneo en la estación de tren de Atocha mientras el país trabaja para detener la propagación del coronavirus el 16 de marzo de 2020 en Madrid, España. (Foto de Pablo Blazquez Dominguez/Getty Images)
MADRID, ESPAÑA - 16 DE MARZO: Una mujer lleva una máscara protectora dentro de un tren subterráneo en la estación de tren de Atocha mientras el país trabaja para detener la propagación del coronavirus el 16 de marzo de 2020 en Madrid, España. (Foto de…

Coronavirus en España: Crónica de un confinamiento nacional

La situación aún debe empeorar, aseguran los expertos. No obstante, es difícil imaginarse un escenario más extraño que el que vivimos actualmente en Europa.

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Esta mañana me he descubierto huyendo de un hombre que me preguntaba por una dirección. “Vaya hacia la montaña”, le he dicho, sin escuchar siquiera qué era lo que buscaba. Yo llevaba mascarilla, él no. Yo estaba sacando a pasear al perro -tenía una excusa para romper el confinamiento-, él se acababa de bajar del tranvía. Era el único pasajero. 

Desde que el Gobierno español declaró la alerta nacional por coronavirus el pasado fin de semana, las calles se han vuelto silenciosas; los supermercados se han vaciado. No se habla de otra cosa, pero a un metro de seguridad los unos de los otros. 

Hay patrullas en las calles todo el tiempo vigilando que nadie salga de su casa excepto por un buen motivo: ir a la farmacia, pasar por el estanco, comprar latas -mi pareja se ha hecho un búnker tan alto como él de conservas y paquetes de galletas. “Si no nos enfermamos de COVID-19, morimos de escorbuto”, bromea-. 

En un solo día fallecieron 152 personas en el país; ya llevamos casi 300 muertos. Cuentan que vamos camino de alcanzar a Italia, con 1.800 víctimas mortales por el virus, la mayoría, no se cansan de repetirlo, ancianos y personas con dolencias previas. Como si fuera un consuelo. 

Cuentan mucho. Demasiado. La información es buena, hasta que hace eco.

Internet se ha convertido en la única ventana al mundo y en una forma de crear conciencia global respecto a no colapsar hospitales, seguir todos los consejos higiénicos y no visitar a nadie. Encerrarse. Hay muchas personas solas en sus casas atadas a su ordenador o a las plataformas de televisión de pago, alternativamente. Pero Internet también es una forma de esparcir rumores. Incluso la última hora del Gobierno puede que se haya convertido en eso.

Lo único bueno de esta situación es que hemos vuelto por fin a preocuparnos por los otros.

Oportunistas a gogó, vendiendo su último libro ambientado en un mundo asolado por una epidemia. “Ya lo dije”, aprovechan el blurp para hacer su agosto. Hasta el más bobo sube un vídeo a favor o en contra de usar mascarillas, cuando ya han dejado de escucharse a niños jugar en la calle -ahora son armas biológicas en miniatura-, pero el teléfono sigue sonando. Suena todo el rato. Hilos, e imágenes de colas infinitas en los supermercados y mensajes de supuestos médicos taiwaneses que te recomiendan aguantar la respiración durante más de 10 segundos para comprobar que no se haya hecho necrosis en tus pulmones. 

El pánico viaja más rápido que el virus. Y nos descubrimos expertos en su propagación.

Dar positivo en resistencia

Lo único bueno de esta situación es que hemos vuelto por fin a preocuparnos por los otros. A añorar los abrazos, a echar en falta a un padre, un amigo, al vecino que siempre te para en la calle. Las relaciones humanas y salir a estirar las piernas, e incluso ir a la oficina. Ese tipo de rutina que en un estado normal -y este no lo es- te parece alienante. Si esto es la alienación. La alienación por una buena causa. 

Lo mejor es que, al menos en la vieja Europa, estamos entendiendo que todo está conectado; que nuestro sistema de Sanidad pública, aunque con fallos, funciona. Que sobre todo, funcionan sus trabajadores, los profesionales sanitarios que ante el silencio y el estupor del gobierno español los primeros días de incertidumbre, tomaron la iniciativa informando; se organizaron para evitar colapsos y, en Madrid, epicentro de la infección, se dedicaron a enviar protocolos de acción a otros centros hospitalarios en tanto la pandemia se extendía. 

Hasta el más bobo sube un vídeo a favor o en contra de usar mascarillas, cuando ya han dejado de escucharse a niños jugar en la calle.

Para nosotros, los más afortunados, sólo hay cifras que crecen y un miedo blanco, a la incertidumbre; ellos viven y luchan para y por las personas. Su confinamiento es otro, de trinchera. 

En las próximas semanas, se espera un pico de contagios. El COVID-19 se multiplica a velocidad de vértigo. 

No obstante, pasará. ¿En cuánto? Quince días, dos meses. Seis. Habrá pérdidas humanas y económicas. Ya las estamos padeciendo. Pero no hay duda de que bajo esta ansiedad que algunos confunden con síntomas del coronavirus - “no puedo respirar”, me escribía hace unos días una amiga- y esta sensación de ‘no futuro’, hay fuerza y hay unión.

Que la solidaridad no sea solo un estornudo, vieja Europa. Que ‘Apocalipsis’ significa ‘revelación’.