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Puede que a muchos llame especialmente la atención la trayectoria de Carrillo y la dimensión que le otorgan a las complejidades de su ascenso laboral. FOTOGRAFÍA: Night Stalker: The Hunt For A Serial Killer
FOTOGRAFÍA: Night Stalker: The Hunt For A Serial Killer

Night Stalker: extrañas parejas policíacas, territorio y juramentos a Satanás

La nueva adaptación de Netflix sobre los crímenes de Richard Ramirez que conmocionaron los L.A. en los ochenta solo destaca como homenaje policíaco.

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La docuserie sobre los terribles crímenes de Richard Ramírez que este mes de enero ha lanzado Netflix recupera una historia mediática en cuatro episodios diseñados para amantes del true crime.

Ramírez, más conocido como Night Stalker, conmocionó en los ochenta a la sociedad californiana con un rastro de homicidios, pederastia y satanismo de baratillo por el que, en octubre de 1989, fue condenado a 14 asesinatos, 5 intentos, 9 violaciones, 2 secuestros y 14 allanamientos de morada.

La historia había sido ya adaptada con anterioridad (The Night Stalker 1986, Manhunt: Search for the Night Stalker 1989, Nightstalker 2002), pero en esta ocasión fueron el director Tiller Russell (Operation Odessa, The Seven Five) y el escritor e historiador James Carroll los encargados de darle forma.

Pero, ¿quién es Richard Ramírez? 

Su sombra ya vive en el imaginario popular de los asesinos en serie y su nombre aparece citado en canciones y productos pop. Ramírez, con un largo historial de violencia intrafamiliar, murió de insuficiencia hepática en la cárcel tras 23 años en el corredor de la muerte.

Aunque se ha presentado como un intento por escapar a los lugares comunes del género, la verdad es que la única peculiaridad radica en el protagonismo de los detectives Frank Salerno (previamente conocido por resolver los crímenes del Estrangulador de Hillside) y Gil Carrillo. Puede que a muchos llame especialmente la atención la trayectoria de Carrillo y la dimensión que le otorgan a las complejidades de su ascenso laboral.

Gil Carrillo era hijo de mexicanos que, con todavía diecisiete años, vio cómo lo alistaban en el ejército para apartarlo de las calles. Su compromiso para ser el primero de su familia en ir a la universidad y para ascender en el cuerpo de policías fue encomiable, así como la lucha contra los prejuicios dentro del cuerpo que llega levemente a transpirar la docuserie.

Especialmente relevante resulta al fin su cercana relación con la comunidad mexicoamericana, donde le conocían como El Cucui, y las humildes amistades para la resolución de tan macabro crimen.

Es entonces cuando el documental fracasa en sus aspiraciones para escapar a los lugares comunes de las docuseries. Sucede lo mismo en el inicio, cuando por unos minutos el narrador aborda el asfixiante calor de L.A. y el nuevo diseño de autopistas dando la esperanza de ahondar en el territorio para sumirse luego en las exageradas recreaciones.

Cuando parece posteriormente que vayan a profundizar en las relaciones comunitarias o en el rol de otros mexicoamericanos como el presentador de televisión Tony Valdés, deciden mover el foco hacia la curiosa pareja que resultaban Salerno y Carrillo.

Por tercera ocasión se les presenta la oportunidad de ir más allá del true crime para abordar los vínculos urbanos con la violencia y el biorritmos de la un ciudad acelerada, cuando los detectives plantean las incredulidad de los agentes ante un perfil tan despiadado como el Ramírez. “Nunca ha sido documentado un caso así” dicen en varias ocasiones los inspectores.

Tampoco había sido nunca documentada una ciudad como L.A en la que no solo hay numerosos sistemas culturales y tres jurisdicciones, sino que se nutría de industrias y flujos migratorios totalmente nuevos.

Todas esas oportunidades quedan desperdiciadas. Para enfrentarse a la idolatría intelectual de los homicidas y violadores, más que mostrar los numerosos errores de terceros policías, más sencillo hubiera sido abordar una línea más literaria que no solo se fijara en protagonistas y relatos de victimas.

De nuevo el cuerpo policial juega a pontificar sobre perversiones y desviaciones sexuales, una reducción taxonómica de esta clase de criminales que forma luego parte del juego de miedo y terrorismo mediático de género con el que estos casos se convierten en mitos urbanos.

Su satanismo era en el fondo macabra mercadotécnica pop que funcionaba y pervive como una especie de terrorismo urbano de baja intensidad.

Tal vez Gil Carrillo hubiera merecido una docuserie sobre toda su trayectoria centrándose en aspectos más sociales y, al encarar una nueva adaptación de Night Stalker, no proponerse objetivos que por la propia esencia del catálogo de true crimen parecen incapaces de cumplir.