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Ciudadanos asistiendo el domingo 25 de octubre a votar en la ciudad de Bogotá (Colombia). Casi 34 millones de colombianos estaban llamados a votar para la elección de 1.101 alcaldes, 32 gobernadores y órganos legislativos locales y regionales. EFE
Ciudadanos asistiendo el domingo 25 de octubre a votar en la ciudad de Bogotá (Colombia). Casi 34 millones de colombianos estaban llamados a votar para la elección de 1.101 alcaldes, 32 gobernadores y órganos legislativos locales y regionales. EFE

Colombia, una jornada electoral de cara al posconflicto

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En  poco  más  de  un  año  el  mapa  político  de  Colombia  sufrió  un  cambio  extremo,  y  aparentemente  fueron  casi  20  millones  de  personas  las  responsables  del  hecho.  El  pasado  25  de  octubre,  los  colombianos  acudieron  a  las  urnas  para  elegir  a  1.102 alcaldes y 32 gobernadores en las segundas elecciones más importantes del país: las  regionales.  

¿Los resultados? Primero, las estrepitosas derrotas de la ultraderecha y la izquierda.  Segundo,  que  la  campaña  por  las  elecciones  presidenciales  de  2018  arrancó  hace mucho tiempo, quizá desde el 7 de agosto de 2014, día en que Juan Manuel Santos se  posesionó para su segundo término como presidente de los colombianos.  

Pero  vamos  por  partes.  La  importancia  de  las  elecciones  regionales  del  domingo  radica en que los alcaldes y gobernadores elegidos son quienes, a partir del primero  de enero del próximo año, están llamados a poner en marcha en todos los rincones del  país lo que se acuerde en La Habana entre el gobierno y la guerrilla de las FARC. Eso si  el proceso para finalizar el  conflicto armado interno de más de 50 años llega a feliz  término en seis meses, como lo sugirieron ambas partes a inicios de octubre.

Por eso estas elecciones no son un asunto menor, porque hasta hace unas semanas el  panorama no era nada fácil para Santos y su Unidad Nacional: la coalición de gobierno  integrada por varios partidos en torno a la paz. Por un lado, en la memoria de muchos  colombianos sigue fresco el recuerdo del riesgo que sufrió su reelección hace un año  cuando perdió en primera vuelta con Óscar Iván Zuluaga, el candidato uribista que le  sacó poco más de 450 mil votos de diferencia. En segunda vuelta, Santos logró voltear  el marcador gracias al apoyo de la izquierda. 

Si  bien  el  presidente  terminó  ganando  con  7.8  millones  de  votos  ‐un  millón  por  encima  de  su  rival‐,  los  resultados  demostraron  que  una  gran  porción  de  los  colombianos tenía profundas  resistencias frente al proceso de paz, que las ideas del  expresidente Uribe  seguían teniendo eco en buena parte del país y que esa  realidad  política  podría  significar  a  futuro  un  enorme  palo  en  la  rueda  de  los  eventuales  acuerdos de La Habana. 

Ese panorama sufrió un cambio radical el 25 de octubre porque lo que lo que sucedió  no fue una segunda edición de la medición de fuerzas entre las facciones santistas y  uribistas,  sino la  atomización de la Unidad Nacional  y la puja de los partidos que la  integran por quedarse con el poder en las regiones. 

En este escenario, los colombianos pasaron de elegir, en 2014, entre la conquista de la  paz  y  la  continuación  de  la  guerra  a  elegir,  en  2015,  a  quienes  administrarán  los  recursos del posconflicto a partir de 2016. 

 

La unidad fracturada

En Colombia suceden a menudo alianzas y fusiones entre colectividades políticas que  persiguen  un  mismo  fin;  casi  siempre  electoral  (de  muy  corto  plazo).  En  el  país  latinoamericano  es  una  norma  que,  en  plena  efervescencia  de  las  campañas,  los  líderes  de  dichas  colectividades  busquen  la  mejor  ubicación  en  la  foto  de  los  ganadores; el que lo logre entrará pisando fuerte en futuras alianzas. A este fenómeno,  que  se  repite  casi  sin  excepción  cada  dos  años,  los  colombianos  lo  llaman  “tranfuguismo” (el arte de pasar de un partido a otro sin mayores problemas) y a sus  protagonistas, “largartos” (por su capacidad de adaptarse rápidamente a los cambios  de ambientes políticos).

Estas prácticas tienen un origen  cercano: desde mediados de la década de los 90 ‐y  como producto de los acuerdos de paz con la guerrilla del M‐19 y la Constitución de  1991‐ el país fue testigo de un boom de movimientos  sociales y políticos que con el  paso del tiempo, y al vaivén de sus intereses, han ido mutando y mezclándose entre sí  a tal punto que hoy muchos analistas coinciden en afirmar que en Colombia hay más  partidos que ideologías propiamente dichas.

Varios de esos partidos fueron los que configuraron el nuevo mapa político del país,  pero en el proceso la coalición de Gobierno terminó más fracturada que unida. La puja  por las gobernaciones y las alcaldías llevó a que los líderes de estas colectividades ‐ incluidos el presidente Santos y su vicepresidente Vargas Lleras‐ compitieran entre sí.  Por  ejemplo,  el Partido  Liberal  obtuvo  cuatro  gobernaciones frente  a dos de La U  y  cinco de Cambio Radical.

En  el  resto de departamentos  se  aliaron  entre  sí  y lograron poner  gobernadores  en  casi  todo  el  país,  que  si  bien  pudieran  verse  como  los  candidatos  de  la  Unidad  Nacional,  en  realidad  son  particulares  con  diferentes  afinidades  al  interior  de  los  partidos gobiernistas. En alcaldías de ciudades capitales sucedió algo parecido.

El resultado, en teoría, fue la victoria de la Unidad Nacional frente al uribista Centro  Democrático  en  29  de  los  32  departamentos  del  país;  el  partido  del  expresidente  Uribe  logró  una  sola  gobernación  con  candidato  propio  y  otra  en  coalición  con  el  Partido Conservador. 

Mirados  con  lupa,  los  resultados  reflejan,  por  un  lado,  la  verdadera  magnitud  del  declive  del  expresidente  Uribe:  su  influencia  hace  un  año  llevó  a  su  candidato  presidencial a ganar en 14 departamentos, este año sus candidatos regionales apenas  ganaron dos gobernaciones; por otro, que la ruptura en coalición gobiernista se dará  tarde o temprano.  El mayor beneficiado de esto es Germán Vargas Lleras, quien hace  más  de tres  años  viene  diseñando  un  cuidadoso  plan  para  suceder  a  su  jefe  en  las  presidenciales de 2018.

El economista y administrador Enrique Peñalosa celebró su victoria por la Alcaldía de Bogotá (Colombia) que durante los últimos doce años estuvo en manos de la izquierda. EFE

La campaña detrás de la campaña

“Les  propongo  que  desterremos  para  siempre  el  odio  y  la  violencia  de  nuestra  democracia”. Con esta frase, el presidente Juan Manuel Santos le agradeció a millones  de colombianos los resultados de las elecciones que le dieron su segundo mandato.

Ese domingo, 15 de junio de 2014, el entonces recién reelegido presidente celebraba  su victoria  sobre el candidato de  su antiguo jefe ‐y más duro opositor‐ Álvaro Uribe  Vélez;  una  victoria  que  no  hubiera  sido  posible  sin  el  apoyo  de  los  sectores  de  la  izquierda colombiana liderados por el alcalde de Bogotá, Gustavo Petro, y la candidata  presidencial Clara López.

Pero  ¿qué  tiene  que  ver  eso  con  los  resultados  de  las  más  recientes  elecciones  regionales para alcaldías y gobernaciones? Mucho. Desde aquel día, y por primera vez  en la historia  reciente de Colombia,  el Vicepresidente de la República dejaba de  ser  una figura decorativa en el Gobierno para pasar a manejar sectores estratégicos como  la infraestructura, el transporte y la vivienda de interés social. 

El gran arquitecto de los nuevos súper poderes de la Vicepresidencia fue, lógicamente,  Germán  Vargas  Lleras,  exministro  del  Interior  y  de  Vivienda,  y  fórmula  vicepresidencial de Santos. Hoy Vargas es jefe directo de tres ministros y al menos dos  agencias  estatales, maneja una presupuesto  anual de más de 12 billones de pesos  e  inaugura todos los meses grandes obras de infraestructura a lo largo y ancho del país.  Algunos suspicaces dicen que esto no es otras cosa que la construcción de su propia  vía exprés hacia la Casa de Nariño, el palacio presidencial.

En este contexto los movimientos sociales progresistas y el partido de izquierda Polo  Democrático quedaron  en  el peor de los  escenarios. En las  elecciones  regionales no  alcanzaron  logros  significativos  y  perdieron  el  segundo  cargo  más  importante  de  la  Nación ‐luego de tenerlo 12 años bajo su control‐, la alcaldía de Bogotá. 

La  mayoría  de  los  analistas  del  país  calificaron  los  resultados  electorales  de  la  izquierda  en  Bogotá  como “un  castigo  ante  la  falta  de  gerencia  y  los  problemas  de  corrupción”,  pero  pocos  dijeron  que  buena  parte  de  esos  resultados  se  explican  también  por  la  multimillonaria  inversión  de  poderosos  empresarios  que,  con  la  llegada de Petro al Palacio Liévano (sede de la Alcaldía) en 2012, vieron afectados sus  intereses en la ciudad.

Bajo el lema “Recuperemos a Bogotá”, grandes empresarios de la construcción junto a  miembros  de  Cambio  Radical,  volvieron  a  poner  a  Enrique  Peñalosa  en  la  Alcaldía,  quien  con  poco  más  de  900  mil  votos  superó  por  amplio  margen  al  candidato  del  presidente Santos, Rafael Pardo, y a Clara López, la candidata de la izquierda. Cambio  Radical es uno de los partidos involucrados en el mayor escándalo de corrupción de la  ciudad: el “carrusel de la contratación”.

Al final de la jornada, el ministro de Defensa Luis Carlos Villegas dijo que las pasadas  elecciones fueron las “más pacíficas y tranquilas en la historia  reciente”, esto pese a  que  los  resultados  en  la  capital  colombiana  se  dieron  luego  de  una  larga  campaña  mediática  que no  se  ahorró  adjetivos  contra  el  actual  alcalde  de  la  ciudad  y que de  alguna manera exacerbó sentimientos de intolerancia hacia la izquierda democrática  colombiana. 

Al  final  de  todo,  hoy  los  ganadores  ocupan  los  titulares  de  prensa  mientras  los  perdedores  están  llamados  a  hacer  la  autocrítica  que  obligan  las  circunstancias.  Lo  que  no  puede  pasar  inadvertido  es  que  estas  elecciones  regionales  les  dejan  a  los  colombianos  el  gran  reto  de  reflexionar  sobre  su  futuro  más  próximo:  el  fin  del  conflicto armado y la implementación de los acuerdos de paz. Más cuando quedó en  evidencia  que  aún  falta  mucho  camino  por  cumplir  el  deseo  del  presidente  Santos:  “Desterrar para siempre el odio y la violencia de la democracia colombiana”.

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