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¿Puede reformarse Estados Unidos?

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Si yo fuera aficionado a las teorías de la conspiración, diría que
Osama Bin Laden es un agente chino. Y que quizá los bancos, las empresas
de tarjetas de crédito, las agencias de publicidad y el Gobierno de
Estados Unidos también trabajan en secreto para China. Porque, mientras
los norteamericanos han gastado más de un billón de dólares en guerras
en el extranjero desde los atentados del 11-S, y han acumulado un
Everest de deuda interior, China ha dedicado el último decenio a crecer,
ahorrar, invertir y ascender a la chita callando. Si el vencedor de la
guerra de Irak fue Irán, el vencedor de los 10 años de lucha de Estados
Unidos contra el islamismo violento puede ser China.

La buena noticia es que el país está empezando a darse cuenta de su
situación. El presidente Obama habla de la necesidad de construcción
nacional en casa. Richard Haass, responsable del Consejo de Relaciones
Exteriores y en otro tiempo miembro de la Administración de Bush,
reflexiona sobre "la década de distracción estratégica". Un veterano
republicano observa que Estados Unidos está construyendo más
infraestructuras en Afganistán que en su propio país (el firme de las
carreteras y autopistas interestatales parece empeorar cada año que
vengo). Uno de cada dos artículos de prensa señala el contraste entre la
expansión del ferrocarril de alta velocidad en China y su ausencia en
Estados Unidos. El ex consejero de Seguridad Nacional Zbigniew
Brzezinski pide que haya un programa de "renovación nacional". Todo el
mundo reconoce que los resultados en el tramo inferior del sistema
educativo estadounidense son desoladores.

Y eso sin mencionar la
alarmante lentitud de la recuperación económica, la pérdida de puestos
de trabajo, el volumen del déficit. Al examinar las proyecciones de la
Oficina del Presupuesto del Congreso, el senador republicano John Ensign
dice que, si no se hace algo, "este país se convertirá en Grecia, salvo
que no tenemos una Unión Europea que nos rescate". Hace no mucho
preguntaron a uno de los máximos jefes militares del país cuál creía que
era la mayor amenaza contra la seguridad de Estados Unidos. Su
respuesta: nuestra deuda nacional.

Eso no significa que el peligro
de los terroristas islámicos, la posibilidad de que Irán alcance el
umbral nuclear y desate una carrera de armas nucleares en Oriente
Próximo y la herida enconada del conflicto no resuelto entre Israel y
Palestina no sean problemas reales e importantes. Lo son. Pero, si
preguntamos cuál será el asunto geopolítico más importante de la década
que comienza, tengo la impresión, en el momento de escribir este
artículo, de que la respuesta será "el ascenso de China y las
dificultades de Estados Unidos". En qué situación se encuentre esa
rivalidaden 2020 dependerá en gran parte de la capacidad de los
norteamericanos para arreglar su propia situación. El médico debe
empezar por curarse a sí mismo.

Para ser optimistas sobre las
posibilidades de renovación de Estados Unidos hay que ir a Silicon
Valley. Para ser pesimistas, conviene ir a Washington. La lucha por la
recuperación del país es la batalla del iPad contra el bloqueo
parlamentario. En Silicon Valley, al lado de donde estoy escribiendo, se
ve todo lo que la sociedad norteamericana tiene de inspirador: la
innovación basada en la ciencia y la libertad intelectual; empresarios y
capitalistas que se arriesgan para explotar comercialmente esa
innovación; una sociedad dinámica y abierta que atrae a los mejores de
todas partes: indios, chinos, europeos. Si se le pregunta a la gente de
todo el mundo qué es lo que más admira de Estados Unidos, seguramente
incluirán, además de George Clooney y Julia Roberts, el iPhone,
Facebook, Twitter y Google.

Ahora bien, si encendemos la
televisión o leemos las páginas de política del periódico, se nos hunde
la moral. ¿Por qué es tan deprimente la política estadounidense? Porque
está al mismo tiempo polarizada y bloqueada. En Silicon Valley, los
cambios se producen a una velocidad de ciencia-ficción; en Washington,
al ritmo de la Unión Soviética de Brezhnev. Por ejemplo, un proyecto de
ley para ayudar a las pequeñas empresas -que crean empleo- con préstamos
modestos respaldados por el Gobierno, pasó meses atascada en el Senado,
víctima de la norma que permite que la minoría (en la actualidad,
republicana) pueda obstruir la legislación con amenazas de
filibusterismo si el otro bando no consigue una supermayoría de 60
votos. Hizo falta que dos senadores republicanos apoyaran la ley de la
pequeña empresa para que se aprobara y pudiera pasar a la firma del
presidente Obama. Esta semana han comenzado, por fin, los préstamos para
promover el empleo. Como dice el extraordinario comentarista
conservador David Brooks, cada vez más estadounidenses opinan que su
sistema político es disfuncional.

Esa disfuncionalidad tiene
varios aspectos. Está lo que yo llamo la política de la distracción
cultural. Los medios de comunicación dedican millones de horas a
discusiones sobre el matrimonio gay, el aborto, la homosexualidad o, en
los últimos tiempos, el centro islámico previsto a dos manzanas de la
zona cero en Nueva York. Cada vez más, parecen debates sobre qué canción
debe tocar la orquesta en la cubierta del Titanic (¿Let the good times roll? ¿Cerca de ti, Señor? Glug, glug, glug).
El movimiento del Tea Party, aunque contribuye a la locura, por lo
menos dedica más tiempo a hablar sobre los problemas en la sala de
máquinas.

Luego está la estridente polarización partidista de las
cadenas de 24 horas de noticias por cable: Fox News rugiendo desde la
derecha, MSNBC gritando desde la izquierda, y CNN agitándose en medio de
las dos.

No hay que olvidarse del poder que tiene el dinero en la
política estadounidense. Presentarse a la reelección es increíblemente
caro, y los miembros de la Cámara de Representantes tienen que hacerlo
cada dos años, así que están constantemente en deuda con sus donantes.
De acuerdo con una perversa decisión reciente del Tribunal Supremo,
ahora, en la práctica, las empresas pueden gastar todo el dinero que
quieran en propaganda política.

Está también el escándalo del gerrymandering,
la manipulación de distritos electorales, que llaman con el eufemístico
nombre de "reorganización". En un acto reciente organizado por Google,
un ex presidente del Comité Nacional Republicano, Ed Gillespie, explicó
tranquilamente que obtener el control de las Cámaras de Representantes
en cada uno de los Estados también es importante porque es útil a la
hora de "poder trazar los límites de los distritos de la forma más
favorable para nuestro partido". ¡Ni siquiera se molestó en fingirse
convencido de que la democracia significa igualdad de condiciones!

Todos
estos factores crean una disfuncionalidad exacerbada. Pero el problema
más inmediato y acuciante es la combinación del bloqueo institucional
con la falta de cooperación entre los dos partidos, y ambas cosas se
refuerzan mutuamente. El cómico Stephen Colbert fue invitado hace poco
-en un acto muy controvertido- a declarar ante una comisión del Congreso
sobre la situación de los inmigrantes que trabajan en la agricultura.
En su intervención dijo: "Confío en que, después de mi testimonio, ambas
partes colaboren en este tema para bien del pueblo estadounidense, como
hacen siempre". Provocó la mayor carcajada del día.

Las
proyecciones actuales indican que, en las elecciones legislativas que se
celebrarán el 2 de noviembre, los republicanos se harán con el control
de la Cámara de Representantes pero no obtendrán la mayoría en el
Senado. Tal como están las cosas, eso significaría más bloqueos y
retrasos brezhnevianos. Pero Estados Unidos no puede seguir
permitiéndoselo. No puede seguir así. O, mejor dicho, sí puede, pero en
ese caso continuará con su declive, y China estará encantada de
beneficiarse de ello.

No hace falta cambiar por completo todo el
sistema político. Si se asegurase la cooperación entre partidos para
simplificar la absurda y complicada ley fiscal del país, se reorientara
el presupuesto hacia las necesidades de la construcción nacional, se
limitara el poder del dinero en la política y se alterasen las normas de
procedimiento en el Senado, se avanzaría mucho. De momento, en 2010,
nos encontramos con uno de los grandes interrogantes de esta década:
¿puede reformarse Estados Unidos?.

Timothy Garton Ash es catedrático de Estudios Europeos en la Universidad de Oxford. 

 

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