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Jobita Peñalván nació en La Cama, un diminuto y lejano caserío peruano.

El que haya un lugar denominado La Cama, nada tiene de extraño. Tenemos, por ejemplo, a Cobija que es la capital del departamento boliviano de Pando. En California está la ciudad de Manteca  y la frontera natural entre Haití y la República Dominicana es el río Masacre.

Me hubiera gustado conocer a Jobita en su pueblo natal porque, según me contó una vez, era de las pocas personas que conocía el secreto de los extraños símbolos escritos en una colina rocosa. Estaba segura de que una noche de luna llena vio unos seres que parecían extraterrestres retocando aquellos jeroglíficos.

Jobita murió el año pasado en el norte de Filadelfia.

Ella salió de La Cama y se fue a Lima. De allí vino a Filadelfia y aquí se estableció dedicada a trabajar, primero en factorías y después limpiando casas y haciendo repartos en su camioneta blanca. Repartía desde periódicos hasta repuestos para carros.

Era una mujer ejemplar. Desde el principio entendió que aquí las leyes, a diferencia de los países subdesarrollados, se cumplen a rajatabla. Le advirtieron que el Gobierno es especialmente celoso con una de ellas, la de los tributos.  Los cobradores de impuestos, le dijeron, son implacables. Y le contaron la historia de un peligroso forajido llamado Al Capone al que nunca pudieron procesar por sus innumerables crímenes violentos. El bandido, a quien le decían “caracortada”  burló a todos los policías y agencias de seguridad pero no pudo escapar de los temibles agentes tributarios quienes lo enviaron a la cárcel acusándolo de no pagar impuestos.

Curiosamente Jobita estuvo bordeando esta historia. En alguna oportunidad compró uno de esos paquetes turísticos para recorrer a Filadelfia en un bus de dos pisos y ahí estaba, en lugar destacado como uno de los principales destinos, la cómoda celda donde estuvo recluido el célebre mafioso.

Jobita cumplía religiosamente con la declaración de impuestos. Pero un día, para su sorpresa y desconcierto, le llegó una agria acusación del IRS. Le endilgaban nada menos que  un delito parecido al de Al Capone: evasión de impuestos. Ella nunca supo exactamente lo que ocurrió, pero parece que quien le diligenciaba la declaración de impuestos se equivocó y ella pagó menos de lo que tenía que pagar. En todo caso a Jobita la trataron como si fuera delincuente. Después de mucho suplicar y con la ayuda de un abogado logró un acuerdo. Sumados los intereses y las multas tuvo que cancelar el triple de la suma que le dijeron que había evadido. Se demoró algo así como dos años pagando por el sistema de cuotas.

Dicen que no es bueno alegrarse con la muerte de los demás. Pero en este caso puede decirse menos mal que Jobita se murió. Así no se enteró de lo que ha ocurrido últimamente con personajes de la alta política nacional nombrados por el presidente Obama en su gabinete.

 Uno de esos personajes logró  posesionarse aunque no había pagado los impuestos cuando lo nominaron. Los otros se vieron obligados a renunciar, a regañadientes, por supuesto, a sus nominaciones. ¿Y cómo les descubrieron que no habían pagado sus impuestos?  ¿Les hicieron alguna investigación, como a Jobita? ¡No, qué va!  Si no es porque los nombran en esos altísimos cargos públicos nadie se hubiera enterado de su desfachatez.

 La pregunta es ¿hasta dónde llega ese comportamiento entre la clase dirigente?

Al supercampeón olímpico de natación Michael Phelps lo sorprendieron aspirando marihuana y lo sancionaron con el argumento contundentemente válido de que él es un hombre público, un paradigma a seguir, un testimonio vivo. Lo que haga repercute, para bien o para mal, en el comportamiento de millones de personas.

La crisis rampante de valores continuará agravándose mientras políticos, como los de marras, y muchos otros, no entiendan que también son personas públicas y, por lo tanto el ejemplo a seguir. El poder que llega a sus manos, gracias al sistema democrático, no es para su beneficio personal, ni menos defraudando como es el caso de no pagar impuestos o de pagarlos solamente cuando los cogen infragantis.

Si Al Capone resucitara ahora, sorprendido les pediría consejo sobre cómo hacer lo que él no pudo.

 

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