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Abrirse para ser respetados

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Uno de los aspectos de la cultura estadounidense que más  suele impactar a los latinoamericanos, no favorablemente, es su aislamiento. Esa sensación de que el mundo circundante es hostil, o inferior, o ambas cosas. Que está poblado por civilizaciones exóticas, innecesariamente complicadas o patéticamente simples, con personas peligrosas o estúpidas, o ambas cosas. El cine y la televisión, norteamericanos por excelencia, exhiben a menudo esta postura, desde Los Simpson hasta Indiana Jones, desde El último samurai hasta  Lost.

    El mundo es Estados Unidos. Cuando una nave espacial llega a la Tierra en un filme de Hollywood, siempre se ve América del Norte (orientada como en el globo terráqueo). La lastimosa versión reciente de La guerra de los mundos, la genial novela del inglés Herbert Wells, trasladó la acción de Londres a California. En el peor alardes de centralismo, Día de la independencia, una de las mayores bazofias de todas las épocas, la humanidad es salvada por una tríada de yanquis, arquetípica hasta la burla: el negro atlético pero tonto, el judío torpe y feo pero inteligente y, al frente, el WASP perfecto, presidente por añadidura, sólo un poco ingenuo (en segundo plano, el aviador veterano, sureño y borracho, nacionalista y bonachón, que se inmola sin dudarlo).

    Ni el genio de Gene Roddenberry, en su Star trek de 1966 a 1969, a pesar de ser una de las mentes más abiertas de entonces (introdujo en la Enterprise un tripulante ruso en plena guerra fría, y una oficial negra sudafricana en pleno Apartheid) consiguió zafarse de este narcisismo. Todos los grandes inventos aparecen hechos por norteamericanos. Todos los “regresos al pasado” son al de Estados Unidos. La tendencia sigue hoy, en pleno siglo XXI.

    Quizás la cerrazón compulsiva provenga de la vieja cultura de las colonias inglesas: el puritanismo calvinista. A diferencia de las tierras hispánicas, que compatren con la Península, orgullosas, sus ideas y tradiciones, los asentamientos de Nueva Inglaterra se constituyen contra todo lo que la Madre Patria significa. Obligados a emigrar, perseguidos en la Isla, detestan lo británico. La de Londres es una civilización ajena, corrupta, pecaminosa. Allí está la odiada nobleza. Reina el juego, la prostitución, la religión falsa e hipócrita. Allí se visten de colores, bailan y cantan canciones baladíes, hacen el amor sin recato. Las mujeres muestran escotes. Es lo opuesto de lo que ellos, en sus democráticas e igualitarias aldeas, están dedicados a construir. Vestidos de negro hasta la nariz, en sus casas no se juega, no se danza, sólo se entonan himnos monocordes.

    De un lado, la Inglaterra perversa, del otro los salvajes. A diferencia de los hispanos, no se mezclan con los aborígenes. Se sienten superiores. No biológica, sino culturalmente, pero el resultado es semejante, porque los cambios de conducta que un indígena debería sobrellevar para que lo aceptasen serían impensables. Ni la famosa Pocahontas tuvo éxito, a pesar de estar dispuesta a perderlo todo en el intento.

    Los hispanos en América estaban en las antípodas. La cultura española era una, con variaciones, pero sin rechazos. El ibérico, heredero de Roma, se abría al mundo. Acostumbrado a mezclarse con moros y hebreos, en nada le hacían asco las indias. No bien bajó de la nave ya se dio a fabricar mestizos, cuyos descendientes pueblan hoy estas extensas regiones. El catolicismo era también más laxo, menos mesiánico y excluyente, más dispuesto a transformarse que a transformar.

    Si Estados Unidos quiere realmente ser respetado en el mundo, y por empezar en Latinoamérica, debe hacer un esfuerzo grande. Abjurar de su cerrazón cultural, de sus delirios de superioridad, tan metidos en sus raíces, de su mesianismo fundamentalista. Asumir que los demás traen tradiciones ricas y válidas, y que bien pueden aprender bastante de ellos.

    Obama, hijo de un negro africano, puede ser la persona ideal para liderar este cambio. Ojalá lo sea.

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