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En busca de patrones

Jornaleros inmigrantes ofrecen sus servicios en un estacionamiento de un centro comercial de Filadelfia.

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Días infinitamente inciertos viven estos inmigrantes venidos de Centroamérica y otros países latinoamericanos que ven con esperanza la llegada de clientes que de pronto necesiten algún arreglo en su casa.

Si cualquier día de la semana, entre las ocho de la mañana y la una de la tarde, usted ingresa despacio, por primera vez, al estacionamiento del Northeast Tower Center, en Filadelfia, se va a llevar una gran sorpresa.

No habrá avanzado un par de metros cuando una pequeña multitud de hombres, la mayoría jóvenes, se abalanzará sobre su carro, como si hubiera descubierto en usted al ídolo esperado largo tiempo.

Desde el interior de su vehículo verá rostros expectantes, ojos intensos como si en lugar de mirarlo le suplicaran, sonrisas que a usted, por momentos, le parecerán muecas.

No se trata de fanáticos que lo han confundido con una celebridad de la farándula y que quieren pedirle un autógrafo. No. Esos que están ahí son jornaleros que se plantan todos los días en ese lugar a la espera de que alguien los contrate aunque sea por un par de horas.

Es el mismo sistema que se usa para las mujeres que se paran en las vías públicas a ofrecer su cuerpo. Los clientes vienen en carros, dicen qué clase de servicios requieren, llegan a un acuerdo económico, escogen a los que a ellos les parece y se los llevan.

Entre los jornaleros, todos inmigrantes, la mayoría son trabajadores de la construcción, pero hay también jardineros, mecánicos, cocineros. Casi todos hacen de todo.

El jornalero es un ser completamente marginal. Vive y sufre en este país pero es como si no estuviera aquí. No le concierne lo que ocurre, carece de todos los derechos e incluso para él no tienen sentido expresiones como el país de las oportunidades o el Sueño Americano.

Juan Carlos Muñoz, uno de los que se congregan en Northeast Tower Center, está en sus 30 años de vida. Hace tres llegó a Filadelfia procedente de El Salvador, su país. Consiguió seis mil dólares prestados para pagarle al coyote que lo trajo. Todavía debe dos mil.

Después de la odisea, tantas veces contada, del camino de penurias que recorren los inmigrantes, llegó a Filadelfia porque “me dijeron que para este lado era más fácil conseguir trabajo”.

Durante las primeras semanas buscó infructuosamente un empleo y cuando ya estaba a punto de irse a dormir a la calle alguien le dijo que fuera al lugar donde se reúnen los jornaleros. Desde entonces acude todos los días al Northeast Tower Center.

Cuando le va bien consigue “patrón”  uno, dos y hasta tres días por semana. Casi nunca la semana completa. Pero con eso le alcanza para pagar los $70 semanales que le cuesta el cuarto donde vive; para comer algo y de vez en cuando enviar un poquito de dinero a El Salvador.

“Por lo menos, hoy ya tengo almuerzo”, dice mientras saca de su morral una bolsa plástica con cuatro peras. Aclara que una mujer vino hace poco y repartió frutas entre los jornaleros, algo que no ocurre con frecuencia.

Ramón Febus, mexicano, es otro de los que acude diariamente, aún los domingos, al Northeast Tower Center. Su historia está también llena de penurias empezando por los sufrimientos que tuvo que soportar en su viaje desde México. Cuenta cómo los coyotes los maltrataban e incluso violaban a las mujeres que venían con ellos.

En los dos años y medio que Febus ha vivido en Filadelfia, dice que lo han atracado cuatro veces, algo que le ha ocurrido a casi todos sus compañeros. Muñoz lo corrobora.

Aseguran que hay pandillas, muchas de ellas integradas por  jóvenes afroamericanos o puertorriqueños que se dedican a asaltar a los mexicanos y centroamericanos.

“El mayor peligro está cuando regresamos por la tarde a los lugares donde vivimos, creen que llevamos dinero y nos caen”, dicen Febus y Muñoz. Y lo peor es que, como ocurre tantas veces, los jornaleros regresan sin un peso. Febus recuerda que hace poco lo abordaron los ladrones y porque no llevaba dinero, le dieron una paliza.

Pero los jornaleros no son víctima solamente de los atracadores callejeros.  Algunos “patrones”  se los llevan, los obligan a trabajar duro y no les pagan.  Hace poco, según dijeron, un hombre contrató a varios de ellos para hacer una demolición. Todos estaban felices porque habían encontrado trabajo para una  e incluso varias semanas.

Pero cuando la labor estuvo concluida el hombre que los contrató desapareció y cada vez que acudían al lugar buscándolo lo único que encontraban era el  lote que ellos mismos habían limpiado.

Cuando se les pregunta por qué no denuncian esos atropellos, responden que para ellos la justicia no existe. Ante la insistencia de que sí existe, se agachan, clavan la mirada en el suelo y  mueven la cabeza negativamente. Agregan que aunque quisieran denunciar al hombre de la demolición no podrían hacerlo porque no saben su nombre, su dirección, nada.


¿Ustedes tienen esposa, hijos?

“Sí”.


¿Están aquí o allá?

“Allá”.

Pero enseguida aclaran que para ser exactos “tenían” esposa. Muñoz asegura que la suya se desilusionó porque él le enviaba poco dinero y ella interpretó eso como que él tenía aquí otra mujer.  Según le contaron, la esposa amada decidió buscarle reemplazo. No está muy seguro de eso pero  siente, cuando la llama, que ella está cada vez más indiferente. Febus sí dice abiertamente que su mujer se fue con otro.

Lo más que lamentan es que la plata no les alcanza para tomarse más seguido unas cervezas para matar las penas.

Hay días en que en el Northeast Tower Center se reúnen hasta 80 jornaleros, dicen ellos mismos. Pero la cifra está aumentando últimamente. Parece que ya está llegando gente con ciudadanía y todo. “Hasta un chino ha venido por aquí”, dicen.

Debe ser por la crisis, les comento.

“¿Cuál crisis?”, preguntan.

La crisis económica.

Muñoz se queda pensando y luego dice como reflexionando “no sé de cuál crisis me habla porque yo siempre he estado en crisis”.

Pero ahora es más grave, le digo, y él responde “para mí ya no puede ser más grave”.

¿Qué piensan de Obama?

“Obama, Obama”, ambos repiten la palabra y se quedan pensando como tratando de recordar quien es ese.

Barack Obama, el nuevo presidente, les insisto.

“Ah, sí”, dice Febus, y agrega “nosotros de política no sabemos nada”.

¿Pero tienen esperanza de que haya una reforma a las leyes de inmigración?

“Nosotros no sabemos nada de eso”, dice Muñoz, mientras bosteza  dejando al descubierto sus dos dientes de oro y  respingando el bigote estilo charro.

¿Ustedes están enterados de las noticias que ocurren diariamente?

Es Muñoz  el que vuelve a hablar para decir que él tiene un pequeño televisor que recogió de alguien que ya no lo quería. Luego dice claramente “A mí lo único que me interesa son las noticias del tiempo”.

A mí también, agrega Febus.

El estado del tiempo es fundamental para los jornaleros. Cuando los días son cálidos y soleados las largas esperas por un trabajo desconocido no son tan duras. Pero cuando hay lluvia, frío intenso, nieve, agregados al hambre, al cansancio, a la desesperanza aquel enorme estacionamiento se convierte en un lugar agresivo y doloroso.

Muñoz dice que duerme poco porque las noches son todas iguales. Sin excepción son el preludio de una sucesión infinita de días completamente inciertos.

Se levanta a las cinco de la mañana. A las seis abandona la vivienda, toma el bus que lo deja a diez cuadras del lugar de reunión. Camina esa distancia para ahorrarse los dos dólares del pasaje, saluda a sus compañeros y vuelve y juega a la espera del incierto “patrón”.

¿Si antes de venir a Estados Unidos hubieran sabido que esto es así, habrían venido de todas maneras?

Ambos dicen casi en coro que no.

¿Ustedes son hombres de fe?  ¿Van a la iglesia?

Vuelve a hablar Muñoz para decir que él asistió a una iglesia pero que el pastor estaba en una campaña pidiendo dinero para no sabe qué obra. Un día el pastor dijo que los que hubieran dado los $100 pasaran a un lado. Muñoz  fue el único que no pasó. “Al siguiente domingo sólo quedamos en el lado de los que no habíamos dado los $100, una viejita y yo. Por pura vergüenza no volví”.

Pero Muñoz dice que todas las noches antes de acostarse se arrodilla y le pide a Dios que le ayude.

¿Qué le pide?

“Que me conceda el milagro de tener un trabajo fijo aunque sea por una año. Quiero ganar suficiente dinero para volverme a mi tierra”.

¿Cree que allá las cosas estarán mejores?

“Por lo menos no estaré tan solo, ni tan triste. Y los inviernos no serán tan duros”.

“Lo mismo pienso yo”, dice Febus, mientras se acomoda la raída capucha con la que pretende protegerse del frío.

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