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Vista de la Casa Blanca decorada con luces de navidad durante la ceremonia de iluminación del Árbol Nacional de Navidad en el Elipse, al sur de la Casa Blanca, en Washington, DC (EE.UU.). Esta es la 95 ceremonia anual de iluminación; Calvin Coolidge encendió el primer árbol nacional de Navidad en 1923. Foto tomada del twitter de Steve Rudin ABC
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Una foto compartida en Twitter por Steve Rudin, un periodista de Washington, muestra a Trump, su esposa, unos cuantos familiares y, bueno, filas y filas de sillas vacías, algo muy distinto a la primera ceremonia de encender al árbol de Obama en 2009, en la que no cabían los asistentes. ¡Triste¡, como diría el mismo Trump.

Recordando la pobre asistencia a la inauguración de Trump el 20 de enero, mucho más pequeña que las de las dos de Obama, emerge un patrón: el pueblo no soporta al envejeciente bufón y su cansón comportamiento.

El rechazo a Trump no es gratuito, es un sentimiento de disgusto y vergüenza que el presidente se ha ganado con su racismo, su persecución de los inmigrantes, sus ignorantes actitudes imperiales, su amor por el dinero, su irrespeto por la constitución y su vacío moral, para no hablar de su sospechoso amor por todo lo que tenga que ver con Putin.

Estos son tiempos tumultuosos y nos acercamos a la Navidad –una época en que se supone que el viejo eslogan de “paz y amor” se haga realidad– llenos de presentimientos inquietantes y con la desagradable sospecha de que cualquier cosa puede pasar. Y con toda razón.

El proyecto de reforma tributaria aprobado por el Senado el viernes afecta a todo el mundo, aunque no de igual manera. No sorprende que se haya diseñado para llenar aún más las arcas ya repletas de los más ricos sobre las espaldas de la población. A la vez que reduce la tasa impositiva a las corporaciones de 35% a 20%, les aumenta los impuestos a los pobres y la clase media, añade un billón (trillion en inglés) al déficit, despoja de seguro de salud a 13 millones de personas, y eleva las primas un 10%. Aunque Trump repite constantemente que la reforma va a ser “muy mala” para él y sus amigos ricos, se estima que de aprobarse la misma les ahorraría a él y su familia unos nada despreciables mil millones de dólares. No en balde se le conoce como el mentiroso en jefe.

Y entonces está el peligro de una guerra nuclear que como una nube negra ensombrece el mundo mientras el presidente, indiferente a las consecuencias, alimenta su ego enfrascándose en una adolescente guerra de palabras con los norcoreanos. Pero ahí no queda la cosa. La urbanidad no es una de las características del exactor, quien ha buscado pelea hasta con Gran Bretaña, el aliado principal de EE.UU., tras echar más leña al fuego del odio racial y religioso difundiendo por Twitter videos de propaganda incitando a la violencia contra los musulmanes, creados por un grupo británico de extrema derecha. El racismo de Trump no es nuevo, por supuesto. Todos recordamos sus viles mentiras sobre los mexicanos durante su campaña presidencial.

 “Sus insultos –calificando de violadores a los inmigrantes mexicanos y de terroristas a los inmigrantes musulmanes– forman el contexto del que surgen sus políticas (de inmigración). Son afrentas a las tradiciones y valores de EE.UU.”, ha dicho el periódico Washington Post en un editorial. 

Así es, nos acercamos a la Navidad en una época tumultuosa y extraña. Una época en la cual las mujeres han encontrado sus voces y el coraje para denunciar los privilegios y abusos masculinos, provocando con toda justicia lo que el escritor cubanoamericano Enrique Fernández ha llamado “el derrumbe de ídolos masculinos en todos los estratos de la vida pública”. Sin embargo, al mismo tiempo un depredador sexual confeso se sienta en la Oficina Oval y un repugnante posible pedófilo parece estar a punto de ser electo senador en el estado de Alabama con la complicidad del partido Republicano y el apoyo vergonzoso del presidente del país.

Así anda la nación a un año de la elección de Trump.

Como para vomitar.