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El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, a su llegada para ofrecer una comparecencia en la Casa Blanca el jueves 1 de noviembre de 2018, en Washington, DC (EE.UU.). EFE/Shawn Thew
El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, a su llegada para ofrecer una comparecencia en la Casa Blanca el jueves 1 de noviembre de 2018, en Washington, DC (EE.UU.). EFE/Shawn Thew

¿Cuál es el riesgo de un presidente mentiroso?

Tras las controversiales declaraciones del presidente Trump durante sus mítines de campaña, los medios se han enfocado en llevar la cuenta de las…

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El debate en torno al poder de la retórica y el riesgo de la mentira no es nuevo.

Cada líder del mundo ha tenido su cuota de inexactitudes a la hora de dar discursos pues, después de todo, un gobernante sigue siendo un ser humano con defectos.

Pero tras el último discurso del presidente estadounidense Donald Trump el día jueves, la cantidad de declaraciones engañosas que minan su retórica ha llamado la atención por la exageración del marco electoral previo a las elecciones de mitad de período.

Según el Washington Post, Trump ha hecho 6.420 declaraciones falsas o engañosas en 649 días, a una velocidad que ha ido en aumento durante los últimos tres meses.

Tan sólo el día jueves, el presidente aseguró que los inmigrantes indocumentados “nunca se presentan” ante un tribunal para hacer seguimiento de su caso, que los Demócratas no han colaborado con elaborar una legislación que resuelva el problema, atribuyó todo el tráfico de drogas y opiáceos a la frontera con México, aseguró que la Administración Obama también separaba familias y tergiversó de manera amplia el proceso de inmigración.

Medios como el New York Times han explicado los hechos reales versus las declaraciones presidenciales, y las mentiras siguen sumando, en especial a medida que se acerca la fecha de las elecciones.

Por el contrario, publicaciones a favor del presidente argumentan que “todos los presidentes mienten” y que las inexactitudes de Trump son sólo un rasgo más del personaje que se sienta en la Casa Blanca.

The Heritage Foundation, por ejemplo, ha hecho un recuento histórico de las mentiras de otros presidentes como Lyndon B. Johnson, John F. Kennedy o Richard Nixon, asegurando que “Trump no es culpable de mentiras, falsedades, falsificaciones, declaraciones falsas o exageraciones tóxicas que equivalgan a las mentiras de un presidente anterior, cuyo ego del tamaño de un Álamo, causó la muerte de miles de estadounidenses y de otro alto funcionario que negó su adulterio en serie”.

El problema es la normalización de la mentira como elemento fundamental de la política.

Hace tan sólo dos años, Trump aseguró durante una entrevista con ABC que estaba bien que él mintiera porque “las personas están de acuerdo conmigo”, y su presidencia ha sido muestra de ello.

Esto es lo que algunos especialistas han llamado “brecha de credibilidad” donde, a pesar de sus palabras, las acciones presidenciales “hablan más alto”.

Para Keren Yarhi-Milo, un presidente mentiroso no sólo afecta la confianza de su pueblo, sino su credibilidad ante sus homólogos extranjeros y, por ende, la fiabilidad del país en el escenario internacional.

Su retiro del Pacto Climático de París, sus vaivenes con China y Francia, sus ataques constantes a organizaciones internacionales como la OTAN y las Naciones Unidas, han permitido que la palabra de Estados Unidos ya no sea tomada en serio, y el presidente tan sólo agrava las cosas con cada declaración que hace.

Si bien Donald Trump ha cumplido con la mayor parte de sus promesas de campaña, las mentiras que sostienen su discurso fomentan una política agujereada desde la base, instigando el divisionismo y, según el análisis de Foreign Policy, pone definitivamente en riesgo la Primera Enmienda.

“Muchos de los que viven en los Estados Unidos están empezando a preguntar si, en lugar de protecciones para el discurso, es posible que ahora necesitemos protecciones contra él”, explica el medio. “Para que la libertad de expresión sobreviva intacta a este cálculo, Los Estados Unidos deberán demostrar que su sistema actual de restricciones voluntarias en el discurso (…) todavía funcionan y que pueden efectivamente interrumpir la reacción en cadena que ahora vincula las palabras inflamatorias con acciones peligrosas”.