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Un hombre muestra una fotografía de Naeem Rashid (i) y su hijo Talha Naeem (d), dos de los nueve paquistaníes asesinados en el atentado de Christchurch, este lunes en Lahore (Pakistán). El pasado viernes el australiano Brenton Tarrant abrió fuego contra decenas de personas en dos mezquitas de la ciudad neozelandesa, asesinando a 50 de ellas. EFE/Rahat Dar
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Considerado el “peor ataque terrorista” en la historia del país, el tiroteo en dos mezquitas de la ciudad de Christchurch (Nueva Zelanda) sucedido el pasado viernes cobró la vida de 50 musulmanes, hiriendo más de 40 y sobrepasando la tasa de homicidio anual del país en cuestión de minutos.

Con un aproximado de 4.5 millones de habitantes, Nueva Zelanda ha sido siempre considerado un país desarrollado, progresista y con uno de los mejores niveles en calidad de vida, transformándole en uno de los destinos favoritos de inmigrantes y emprendedores de todas partes del mundo.

Sin embargo, el pasado viernes un terrible fenómeno mundial alcanzó sus orillas.

El ciudadano australiano identificado como Brenton Harrison Tarrant de 28 años, habría sido el cerebro y músculo detrás de un tiroteo masivo en dos centros de adoración musulmanes donde más de 300 personas se encontraban reunidas.

Según reportó CNN, Tarrant utilizó cinco armas, incluyendo dos semiautomáticas y dos escopetas, todas adquiridas legalmente a través de una licencia de “Categoría A” obtenida en noviembre del 2017.

En cuestión de minutos, el tirador abrió fuego dentro de la mezquita de Al Noor, regresó a su auto para recargar, disparó a transeúntes y se dirigió a la mezquita de Linwood para hacer lo mismo.

Aproximadamente media hora después de la primera llamada de emergencia, dos oficiales de policía le detuvieron y procesaron bajo cargos de asesinato.

Durante su aparición en corte este lunes, Tarrant despidió a su abogado asignado Richard Peters, no introdujo apelación y aseguró querer representarse a sí mismo ante el tribunal, según explicó el Washington Post.

Peters aseguró al New Zealand Herald que el acusado “no parecía presentar ninguna discapacidad mental, aparte de tener puntos de vista bastante extremos”.

Antes de la masacre, Tarrant habría dejado publicado un manifiesto de 74 páginas en la exigía “la reducción de las tasas de inmigración en tierras europeas” así como también alababa al presidente Trump por haberse transformado en “un símbolo de la identidad blanca renovada y el propósito común”.

Por su parte, el presidente estadounidense ofreció sus condolencias a la Primer Ministro neozelandesa Jacinda Ardern, a quién preguntó qué podría hacer para ayudar. En respuesta, Ardern le sugirió “que ofreciera su simpatía y amor por todas las comunidades musulmanas”.

Desde el inicio de su presidencia, Trump se ha transformado en la personificación del antagonismo a la corrección política y sus posturas parecen haber dado un último empujón al resurgimiento de extremismos como el nacionalismo blanco.

Sin embargo, el foco alarmante de este último episodio armado fue el rol de las redes sociales en la difusión del mensaje y en la transmisión “en vivo” de la violencia.

Para Richard Pérez-Peña, “el horror fue diseñado específicamente para una era que se ha casado con las redes sociales y el racismo, una masacre aparentemente motivada por el odio de los extremistas blancos, transmitida en vivo por Facebook y calculada para volverse viral”, según escribió en su columna para el Times.

Imágenes y vídeos difundidos en “streaming” por el propio Tarrant poblaron las redes sociales y se difundieron a una velocidad que superó con creces la capacidad de las plataformas para censurar.

Aún cuando la respuesta inmediata del gobierno de Nueva Zelanda fue la de modificar sus leyes en cuanto al porte de armas, pareciera que el instrumento más peligroso de la era contemporánea viene en formato digital.

“El tiroteo representó una corrupción asombrosa de una forma de comunicación, utilizada inocentemente por millones de personas, que prometía unir a la gente, pero que también ha ayudado a separarlos en campos de guerra”, continúa Pérez-Peña. “También destruyó la apariencia de civilidad y seguridad en uno de los países más seguros y más desarrollados del mundo”.

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