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[OP-ED]: Por qué no me hice ingeniero…

Bueno, primero de todo, ya había dos en mi familia.

Mi hermano Agustín, ingeniero electrónico, y mi hermano Raúl, que se acaba de jubilar de esta noble profesión después de una larga y meritoria carrera como ingeniero mecánico.

A los 16 años de edad, yo quería ser una persona diferente.

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Bueno, primero de todo, ya había dos en mi familia.

Mi hermano Agustín, ingeniero electrónico, y mi hermano Raúl, que se acaba de jubilar de esta noble profesión después de una larga y meritoria carrera como ingeniero mecánico.

A los 16 años de edad, yo quería ser una persona diferente.

Conseguir que mi vida sirviese para algo, no como un acto de heroísmo, sino, en un plano mucho más terrenal, evitar ser una redundancia, o quizás, Dios me perdone, una mediocridad obvia.

Pensé que tal vez lo conseguiría aventurándome fuera del mundo de los números exactos en que se movían mis dos hermanos mayores, y —por qué no— buceando, sumergiéndome en la charca de sentido común y aguas cálidas, aunque poco profundas, que me ofrecía el idioma español, aunque por aquel entonces debo reconocer honestamente que ni siquiera me había conseguido terminar un libro.

Cálidas o pegajosas, o pegajosas y cálidas, qué más da. Yo era como un flamenco pequeño y joven, que con mis cortas alas y mi largo pico chapoteaba entre palabras que apenas conocía —tan tímido como fui durante la pubertad, me fijaba más en los versos y en la jerga de las calles de Buenos Aires, el llamado ‘lunfardo’, que en el lenguaje refinado de mi hogar adoptivo, Bogotá, una ciudad curiosa en la que los filósofos pueden llegar a ser presidentes, los periodistas miembros de un gabinete de gobierno nacional, y donde las armas de fuego pueden apuntar y disparar a los pájaros, pero no a la inversa (“como cuando los pájaros le tiran a las escopetas, sí”).

Ese es el maravilloso lugar en el que un “cansado vientre de Santander me parió,” esa ‘bravía provincia’ de Colombia, cuya capital llegó a conocerse como “La Atenas de América del Sur” —sea lo que sea lo que quisieran decir con eso.

Nunca quise ser un “hombre de letras” per se, alguien como Francisco Laprida, por ejemplo, el personaje de un poema de J.L. Borges, que termina malherido por una lanza en el campo de batalla, ensangrentado y tumbado bocarriba, dedicando el último minuto de su vida a esperar a que sus enemigos se compadezcan de él y le maten de una vez para dejar de sufrir.

“Yo que soñé con ser un hombre de libros y de letras…”

O como Robert Browning, que un día “resuelve ser poeta…y” , mientras se refleja en una calle anodina de Londres, realiza, como escribe el gran maestro argentino,  que ha elegido una “de las más curiosas profesiones humanas”)…

… y a la vez que elige este poco propicio destino:

A partir de ahora, “viviré de olvidarme”.

Por un momento pensé, como en una revelación, que otra opción podría ser abogado…

…una profesión de elevado nivel social, a pesar de que, como el Coronel Laprida, en lugar de acabar en un juzgado puedes terminar en un campo de batalla de verdad, quizás en Gettysburg, PA, vestido con el uniforme azul de un joven y bien educado general del ejército, herido de muerte, igual que otros miles de fallecidos en gracia, en el suelo, esperando impacientemente la llegada del minuto final, “como alguien que espera el momento en que le llegará el sueño”.

… Pensando, al mismo tiempo, en la basta paradoja que es la vida…

Especialmente porque en su profesión,  las palabras pueden atreverse a fingir la sabiduría”.

Abandoné mi idea de ser abogado, y en lugar de eso, poco a poco, me fui transformando en un editor, no en los campos de batalla de la ciudad de Nueva York, sino en la agradable y segura ciudad de Filadelfia, donde estaba ubicados mis colegas Printer and Publisher Benjamin Franklin.