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Si bien Trump y sus secuaces no han hecho absolutamente nada remotamente beneficioso para la población, sí han conseguido, a pesar del caos que reina en la Casa Blanca, poner en entredicho la estatura moral del país y perder el respeto del resto del mundo. EFE
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El vulgar billonario que ocupa la Casa Blanca no se destaca por su sentido de la justicia, y mucho menos por su compasión, pero el calado de su insensibilidad no deja de asombrar. 

Así lo demostró el jueves con los  tweets en que amenazó con abandonar a Puerto Rico y los 3.4 millones de ciudadanos americanos que lo habitan, a tres semanas de que el huracán María devastara la isla y se cobrara la vida de más de 40 personas.

 “¡No podemos mantener para siempre a FEMA, las fuerzas armadas y los servicios de primer auxilio, que han sido asombrosos (bajo circunstancias muy difíciles) en P.R.!” escribió el hombre que, incomprensiblemente, lanzó rollos de papel toalla a un grupo de personas congregadas en una iglesia de San Juan durante su visita de cinco horas a Puerto Rico. 

El hecho de que el 80% de la isla no tenga todavía electricidad, una tercera parte de la población no cuente con agua potable y haya una escasez severa de alimentos y medicinas, no entra en las consideraciones del primer mandatario estadounidense.

 “Por supuesto, tres semanas suena como ‘para siempre’ cuando se tiene la capacidad de atención de una pulga”, señaló la escritora de Nueva York, Magda Bogin. “Estoy más que avergonzada, horrorizada y otras palabras que están por inventarse para describir este continuo asalto a nuestra humanidad”. 

Puerto Rico es una colonia de EE. UU., lo cual explica por qué Trump ha sido mucho más comprensivo con los estados sureños golpeados por los huracanes Irma y Harvey hace unos meses, en cuyo rescate se han invertido miles de millones de dólares. La razón para tal disparidad no es ningún misterio. Nos guste o no, los súbditos coloniales son siempre ciudadanos de segunda clase, sujetos a los caprichos del amo.

Es verdad que el presidente Trump –todavía resulta difícil llamarlo así—no tiene clase, compasión o respeto por la Constitución. Lo que sí posee es enorme poder. Y la pandilla de viejos generales cascarrabias, codiciosos multimillonarios y viles supremacistas blancos de la que se ha rodeado no tiene reparos en utilizar ese poder para hacer retroceder el país 100 años.

Esta no es gente buena, tal es así que ni siquiera se soportan entre ellos mismos. Hace unos días el secretario de estado Rex Tillerson estuvo en las primeras planas, no por haber logrado algún acuerdo de paz o un tratado comercial favorable para los obreros, sino por haber calificado de “morón” a su jefe. Y el miércoles le tocó el turno a la revista Vanity Fair al publicar el exabrupto de Trump a su jefe de seguridad, Keith Schiller: “¡Detesto a todo el mundo en la Casa Blanca! Hay unas cuantas excepciones, ¡pero los detesto!.”  No debe ser muy divertido trabajar en ese ambiente, ¿no les parece?

Si todo esto suena como un interminable reality show, es porque exactamente eso es en lo que se ha convertido la Casa Blanca bajo la influencia del envejeciente exactor de TV. Irónicamente, si bien Trump y sus secuaces no han hecho absolutamente nada remotamente beneficioso para la población, sí han conseguido, a pesar del caos que reina en la Casa Blanca, poner en entredicho la estatura moral del país y perder el respeto del resto del mundo.

Imperdonable.