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Latinos, de pie, sobre suelo sagrado

Latinos, de pie, sobre suelo sagrado

Los indígenas que durante siglos poblaron América, antes de la llegada de los europeos, siempre pensaron que la tierra en donde nos encontramos es…

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Los indígenas que durante siglos poblaron América antes de la llegada de los conquistadores europeos siempre pensaron que esta tierra que pisamos era, esencialmente, sagrada.

 

Proveída por el Todopoderoso para ser trabajada, hacerla fructífera y nutrir con sus cosechas a nuestros cuerpos, redimiendo naturalmente, con el honor y la dignidad que solo da el laborioso trabajo, a nuestra condición humana.

Estos nativos americanos creyeron tanto en este principio que nunca pudieron entender la noción europea de la “propiedad” sobre la tierra.

Es más, se burlaban de aquellos que creían en ese principio, subrayando el hecho evidente de que ninguno de esos ricos “terratenientes” que se tomaron la tierra, podrían llevarse consigo sus miles de acres a la tumbas, siendo suficiente para ese momento final, a lo sumo, un máximo 6 ó 7 pies de dicha madre tierra, al momento de recogernos de nuevo en su seno.

Hoy en día, en nuestra propia tradición judía-cristiana, heredada de aquellos inmigrantes europeos, también podemos llegar fácilmente a la conclusión de que, de hecho, hay un sentido sagrado de la tierra, particularmente en algunos pedazos de ella que, por su valor histórico, dictan reverencia a nuestros pechos, aquí en la América del Norte, una vez elevamos nuestro entendimiento de las gestas que tuvieron lugar sobre su superficie.

Tomemos por ejemplo el “Independence Mall”, aquí en Filadelfia, un trecho de terreno donde hace 233 años 13 hombres decidieron hacer públicas sus quejas al Rey de Inglaterra, George, y con audacia declararon que, en vez de arrodillarse ante sus recaudadores de impuestos, sus jueces y sus generales, ellos los reemplazarían a todos, incluso al mismo Rey George como jefe de gobierno, creando en el proceso  una nueva República de este lado del Atlántico, y cortando, de una vez por todas, todos los lazos con Londres, sede del poderoso Imperio Británico para el que Filadelfia era la segunda ciudad más grande de todos sus dominios.

Debemos recordar que la Declaración de Independencia de las 13 colonias fue también, en su momento, una sentencia de muerte para todos sus signatarios, que de todas maneras, valientemente, pusieron sus nombres en el papel en que Thomas Jefferson escribió a mano dicha Declaración, y, con tal acto audaz, apostaron todo lo que poseían por el derecho a su propia Nación: Terrenos,  dinero, reputación, familias y amistades, todo ahora de repente en el aire por la inevitable guerra que seguiría.

Hoy en día tal acto de extrema valentía es acertadamente conmemorado en ese par de acres, con edificios, estatuas, banderas, y la famosa Campana de la Libertad, que nos recuerdan el heroísmo del pasado y aún hoy nos inspiran.

El resto de nosotros, que heredamos, y ahora disfrutamos de la gran nación que ellos fundaron, no podemos evitar sentir un profundo respeto por esa tramo de tierra, mientras uno camina sobre ella y mira, en el edificio del Congreso Continental, los modestos escritorios  en donde Jefferson, Washington y Franklin se sentaron a imaginar la nueva nación, o se leen más allá las palabras en que se expresaron (¡”Dadme la libertad o dadme la muerte!”, por ejemplo, del virginiano Patrick Henry) y se conocen las sangrientas y cruciales batallas que hubieron de librarse de Boston a Virginia  para finalmente  poder romper el vínculo colonial con Inglaterra (la victoria del general Washington en Trenton, NJ, encabeza la lista por su alto riesgo y valor estratégico).

Esta historia local de Filadelfia protagonizada aquí en 1776 reverberó por toda América, no sólo para convertirse en el fundamento de nuestra gran nación con 50 prósperos Estados, sino también más allá,  inspirando a los amantes de la Libertad en todas partes del mundo a donde llegaron las noticias, incluyendo aquellos que al Sur del gran Continente Americano libraban sus propios batallas durante los siglos 18 y 19 contra la vieja España y el puño de hierro con que ésta subyugaba a la mitad del continente.

Algunos de ellos, atraídos por las palabras escritas aquí y las batallas libradas aquí, terminaron viniendo a Filadelfia, como el sacerdote cubano Félix Varela, quien en 1823 fue desde aquí el precursor del mejor conocido prócer José Martí en las batallas centenarias por la Independencia de Cuba.

El revolucionario venezolano Francisco de Miranda los precedió a todos. Él había arribado a Filadelfia en 1783 y, apenas 7 años después de la Declaración de Independencia, se volvió amigo extranjero de Thomas Jefferson, George Washington, Thomas Paine y Alexander Hamilton.

Un latino que conoció en persona  a los Padres Fundadores de Estados Unidos, ese fue Don Francisco de Miranda, precursor del gran Simón Bolívar, quien no solo siguió su ejemplo filosófico, sino que con brazo guerrero liberó la mitad del sub-continente, sacando a puntapiés a España después de 350 años de una colonia inmisericorde.

Desde entonces, otras figuras prominentes le siguieron a Miranda, entre ellos Don Manuel Torres, embajador de la Gran Colombia ante el joven gobierno de Estados Unidos, con sede aquí en Filadelfia.

Torres es el primer diplomático de una nación latinoamericana ante Norteamérica. Murió aquí, en 1824, y fue enterrado con honores en terreno sacro en el área de “Old City” Filadelfia, en una tumba hoy olvidada por completo, coronada por un mármol ilegible que sucumbió hace ratos a los estragos del tiempo.

Hoy en día, no sólo venezolanos, cubanos y colombianos, sino también  puertorriqueños, dominicanos y mexicanos han formado durante los últimos 70 años una considerable comunidad de cerca de 150.000 hispanos (más del 10% de la población de Filadelfia), que residen dentro de los límites de la ciudad, como parte de los 500.000 hispanohablantes esparcidos en el área tri-estatal del Sureste de Pensilvania, el sur de Nueva Jersey y el Norte de Delaware.

Un millar de ellos reconstruyeron hace 4 años, de una forma especial y propia, este acto de respeto por el más sagrado terreno del “Independence Mall”, y la obediencia a los símbolos y principios consagrados en este templo de nuestra joven Democracia.

En el mejor espíritu de la Declaración de la Independencia, frente a la Campana de la Libertad, hicieron públicas sus quejas por la ausencia de un buen gobierno y una legislación federal adecuada, en particular en el ámbito de las leyes de inmigración.

Hoy todos estamos de acuerdo, más allá de la persuasión ideológica, que dichas leyes están en un enorme deterioro y, por lo tanto, se requiere de un urgente trabajo de reparación. ( La agenda legislativa del 2010 del presidente Barack Obama puede encabezar la lista con el tema de inmigración, como es la esperanza de millones de latinos en todo el país, pero todo está por verse.)

Era el 14 de febrero del 2006 en Filadelfia, un día nublado, con frías  temperaturas, con hielo en el pavimento y un clima de miedo flotando en el ambiente.

Aquellos nuevos inmigrantes, en su mayoría nacidos y criados en los trópicos, acabaron haciendo una especie de celebración, en un clima frío, de las mismas libertades civiles que ellos anhelan y aún no se les termina de otorgar.

De forma cívica y pacífica, llevando a sus propios hijos, hombres y mujeres se instalaron allí frente a la Campana con pancartas, desafiantes ante las fuerzas invisibles que hasta ese momento los habían mantenido atemorizados, bajo un clima de rumores de redadas a sus hogares o sitios de trabajo, poco después de la primera votación del infame proyecto de ley de Sensenbrenner en el Congreso de Estados Unidos, en Diciembre de 2005,  que tachaba de “criminales” a sus padres, e hijos, o a cualquier ciudadano que les ayudara, haciéndolos a todos sujetos de prisión y/o de deportación.

Este pequeño terreno sagrado del “Independence Mall”, como quizás fue considerado por estos inmigrantes –algunos de piel blanca, otras negra, morena o hasta indígena--  inspiró de nuevo, y esa inspiración no paró en la primavera del 2006 hasta que escaló a una manifestación de millones a través de esta Tierra de la Libertad, desde Filadelfia hasta Los Ángeles, donde se dice que hasta marchó “un millón.”

Hoy estas marchas son recordadas como  las “Marchas de Inmigración del 2006”.

Una de sus consecuencias históricas, además de la muerte del proyecto de ley de los senadores Kennedy y McCain --actualmente enterrado en el Capitolio junto con la iniciativa original del representante Sensenbrenner--  fue quizás que, por primera vez, la comunidad latina de Estados Unidos se pudo ver a sí misma, como en un espejo, en su plena estatura.

*Fundador y CEO de AL DÍA

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