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El Servidor de todos

El mundo cristiano celebra la Pascua, un Cristo resucitado, envuelto en níveas vestiduras. A los cristianos nos gusta “encielar” a Cristo: imaginarlo entre…

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Es más cómodo encielarlo muy lejos, allá arriba en su trono –marcando bien las distancias, porque sería terrible aceptar a un Cristo presente entre nosotros. El entusiasmo popular siempre ha sido pasajero. Cuando Jesús llegó a Jerusalén la multitud lo proclamaba y vitoreaba con ramas de palmera. Luego buscaron motivos para condenarlo.

¿Quién es ese que resucita muertos, limpia a los leprosos, hace ver a los ciegos, oír a los sordos y caminar a los inválidos?  ¿Quién es ése que hasta los pecados perdona? Cristo era un misterio, una paradoja: provocaba una paz enorme, pero su paz causaba inquietud. La paz de la que hablaba no era la de mantenerse al margen de los conflictos y problemas para asegurar la propia tranquilidad. 

Cristo se metió en el centro mismo de las pasiones religiosas, sociales, políticas, y quiso morir en medio de ellas. La crucifixión fue la culminación, voluntariamente aceptada: “Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda solo; si muere, da mucho fruto”. Se atrevió a hablar de paz y de justicia a un pueblo que siempre había buscado el poder mediante la guerra. ¿Cómo hablar de compasión a un pueblo que en el circo se divertía viendo a los leones comer vivos a los hombres?

Cristo Jesús hablaba de una nueva forma de ser persona, tan nueva y tan fuerte que hasta sus discípulos se confundían: sus palabras, profundas, chocaban con la superficie, pero al mismo tiempo alimentaban con pan eterno a los que se atrevían a sumergirse en la mar de su significado. “El que quiera ser primero de vosotros, será el servidor de todos.”

Las palabras más extraordinarias parecían naturales cuando salían de sus labios. Los que lo escuchaban se dejaban conquistar por El, ante la esperanza de un mundo nuevo. “Mis ovejas me conocen.  Escuchan mi voz y me siguen.”

Los discípulos lo reconocieron, pero luego tuvieron miedo de seguirlo. Ser cristiano entonces, como ahora, implica muchas cosas: olvidar rencores, perdonar hasta setenta veces siete, comprometerse con los necesitados, amar al prójimo y al enemigo. ¿Quién desea servir a todos, cuando ha sido la costumbre explotarlos?

Cristo Jesús sabía que lo que El proponía era demasiado nuevo para ser aceptado inmediatamente. La irrupción de Dios en el mundo de los humanos tendría que sacudirlos hasta sus mismas raíces: el Reino de Dios es otro; se llega a él sólo mediante un nuevo nacimiento.  Pero la persona que se atreve a penetrar en él, aunque todas sus costumbres y valores se vean contrariados, no se siente como un extraño: es el mismo mundo, pero en una nueva dimensión.

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Los evangelistas coinciden en que Cristo dijo que el Reino de los Cielos sería del que se hiciera como niño. Y los niños de hace 2018 años no distinguían el color de la piel, ni el color de las banderas, ni la diferencia de estratos sociales. Sólo entendían el lenguaje del amor.

A Cristo lo conocían por sus exigencias y por su generosidad: “Lo que hagáis por el más pequeño de entre vosotros lo haréis por mí”. Nos regaló su palabra y la selló con sangre:   “Si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré a su casa y cenaré con él y él conmigo”.

Después de más de dos milenios, seguimos teniendo miedo de abrirle la puerta. El mundo sigue frío: no se deja incendiar por el amor. Pero por más que queramos encielar a Cristo, se nos escapa: ayer como hoy exige que nos cuestionemos al observar lo divino que hay en todos los humanos, y lo humano que hay en Dios. Cristo exige que reconozcamos a Dios en nuestros hermanos.

La Pascua es el paso de la muerte a la vida: un nuevo estilo de vivir en armonía con todo y con todos; una paz lograda a través del intercambio de dones en exquisita hospitalidad.  Un compromiso sutil, etéreo, pero con un dinamismo tal, que hace posible transformar el mundo.

En los seres humanos sigue presente una inmensa sed de ternura, de aprecio. Una sed de hermanarse en el amor.

 

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