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Un portugués con acento latino

Historia de un inmigrante portugués que consiguió el sueño americano hablando en español.

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A Filinto Marques le gusta hablar de fútbol, de su Benfica del alma, de Mourinho, de Cristiano Ronaldo. Pero también le gusta hablar de comida, de política, de inmigración, de Obama, de economía, de historia universal. En general, a Filinto Marques le gusta hablar, de cualquier tema, y, si bien es portugués y vive en Estados Unidos, le gusta que su charla sea en español.

"A mí me encanta ver gente hispana en mi bar –dice desde una de las mesas en su restaurante en el norte de Filadelfia–, me siento cómodo entre hispanos, y hablo español porque me siento bien, no porque sea una obligación."

Ese es, cree él, el secreto que ha mantenido a flote su negocio durante todos estos años, esa habilidad suya para hablar, sobre todo para hablar con hispanos. Porque su negocio –un restaurante bar llamado Café Liz ubicado en el 5437 de Lawrence Street– es antes que nada un espacio para los aficionados al fútbol. Y los aficionados al fútbol en Filadelfia, especialmente en el sector norte de Filadelfia, son casi todos hispanos. Así que, palabras más palabras menos, la vida de Filinto Marques en 'La ciudad del amor fraterno' ha sido una vida entre hispanos, la vida de un inmigrante europeo que encontró su lugar entre brasileños, mexicanos,  puertorriqueños, hondureños, colombianos.

Filinto nació en un pequeño pueblo al norte de Portugal llamado Soutelo de Aguiar, en el seno de una familia humilde de seis hermanos que tuvieron que abandonar la escuela muy jóvenes para dedicarse a trabajar. Eran los años de la dictadura de Antonio de Oliveira Salzar, años de marcadas desigualdades, de escasez, de injusticia social. Y eso fue lo que Filinto vio de niño, vio cómo unos pocos ricos se hacían cada vez más ricos y cómo el resto del país se hundía sin protestar en la pobreza. Así creció y así se hizo hombre, trabajando para sobrevivir, sin grandes aspiraciones. Y así fue que un buen día empezó a manejar un camión de carga, solo para hacer algún dinero, pero terminó recorriendo las carreteras de España y en ese viaje aprendiendo a hablar español, sin sospechar que más adelante le sería una herramienta clave para su superación en tierras de habla anglosajona.

A Filadelfia llegó porque conoció una niña, Jacinta. Tenía 16 años, él 23. La conoció en un matrimonio en su pueblo, ambos eran de las misma región, pero ella solo estaba de vacaciones, pues vivía desde los siete años en Estados Unidos. En qué parte, le preguntó él. En Filadelfia, le dijo ella, una tierra de oportunidades, en donde la gente puede superarse, y le dio el ejemplo de su propios padres, quienes pasaron de comer alimento para perros en sus primeros meses, a tener su propia casa y un empleo. Filinto la escuchó y no tuvo que pensarlo mucho más. Un buen día se casaron, empacaron sus cosas, y viajaron a Filadelfia. Era 1988.

"Nací pobre, en medio de una dictadura, unos lo tenían todo, yo no tenía nada. No había opciones de progresar sino tenías influencias. Todos mis hermanos trabajamos desde niños para ayudar en la casa y para ayudar a mi hermana mayor a pagar su carrera de Derecho, así que yo vi una opción de progresar y la tomé".

Lo primero al llegar a Filadelfia fue emplearse en construcción. Como no tenía el problema de los inmigrantes indocumentados, no le costó conseguir el trabajo. Pasó nueve años asfaltando calles, preparando terrenos, levantando ladrillos. Era duro, pero bien pago, mucho mejor pago que su trabajo en Portugal en Portugal, y por ende no tenía intención de dejarlo.

 Pero un buen día su hermano Álvaro, que había llegado a Filadelfia un años después que él y trabajaba en un restaurante portugués, le propuso que montaran su propio negocio de comida aprovechando su experiencia.  Filinto pensó que era una buena idea y enseguida puso el pago inicial para construir el local en la parte baja de su casa.  

La idea era que Álvaro y Jacinta manejaran el restaurante mientras Filinto seguía trabajando en construcción. Pero el proyecto se descarriló luego de que Álvaro tuviera un enredo sentimental con su jefa, perdiera su trabajo, y decidiera regresar a Portugal. Entonces Filinto no tuvo otra opción que renunciar a la construcción y hacerse él mismo, junto con su esposa, cargo del nuevo negocio.  

"Al principio fue muy duro –recuerda–, yo tengo un corazón chiquitito, me hacía mucha falta mi papá y mi mamá. Lloré muchas veces solo, fue difícil, pero después arranqué. Abrí el restaurante y los primeros siete años fueron muy buenos. En los días de los mundiales (Korea-Japón 2002, y Suráfrica 2006) llegué a tener hasta 300 personas. Todos los que querían ver fútbol en el barrio venían acá".

Las cosas, sin embargo, han declinado un poco en los últimos tiempos. Filinto se lo atribuye, de un lado, a la deportación masiva de brasileños, y de otro, a la recesión; dice que todos los negocios han decaído, que los hispanos del norte de Filadelfia ya no tiene plata para tomarse más de una cerveza.

"Pero yo de todas formas a Portugal no me regreso –afirma–. Mi vida está acá. Mis dos hijos fueron criados acá. Es cierto que soy portugués, pero amo a Estados Unidos. Porque Estados Unidos me dio una vida digna, porque conseguí con mucho trabajo lo que siempre soñé".

Algunas cosas de este país no le gustan, eso lo admite, particularmente el trato que le da el gobierno a los indocumentados, pero eso no cambia en nada la resolución que ya tomó de jamás regresar a Portugal.

"Este país podría salir de la crisis si hiciera lo que hizo Mitterrand en Francia en los 80 –opina–, es decir cerrar fronteras y legalizar a todos los indocumentados a cambio de un pago. Pero uno tiene que aprender a lidiar con la malo."