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Fotografía de archivo del 24 de octubre de 2013 del cantautor mexicano Juan Gabriel durante un concierto en el Auditorio Telmex de la ciudad mexicana de Guadalajara. EFE

Juan Gabriel: la importancia de un ícono

La melancolía está fuertemente ligada a la idiosincrasia latinoamericana. Es innegable nuestro espíritu romántico y hasta dramático, y ello se cuela a todas las manifestaciones culturales. El cortejo, el amor, las promesas, el desamor, la rabia y el dolor, parecieran ser siempre la línea discursiva de todos los lenguajes artísticos en América Latina. 

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La melancolía está fuertemente ligada a la idiosincrasia latinoamericana. Es innegable nuestro espíritu romántico y hasta dramático, y ello se cuela a todas las manifestaciones culturales. El cortejo, el amor, las promesas, el desamor, la rabia y el dolor, parecieran ser siempre la línea discursiva de todos los lenguajes artísticos en América Latina. 

Desde el bolero y el son cubano hasta las telenovelas y la literatura, el amor siempre ha sido piedra angular en la determinación del temple Latino, y en México, el tequila y el mariachi parecieran enmarcar perfectamente el estereotipo romántico. Pero no fue siempre así. La historia de la cultura musical en el país centroamericano ha evolucionado de múltiples formas, sobretodo después de la secularización del arte.

Entre la Colonia y la Revolución Mexicana, la estética del Charro siempre estuvo asociada al campo, a la fiesta y al genio, además de representar el deporte Nacional y de haberse transformado en un símbolo internacional. Pero fue la música, a partir de los años 20 del siglo pasado, la que infundiría y transformaría la escena cultural del país. Desde Tito Guízar hasta Pedro Infante, el cine se encargó de transformar al Mariachi en un emblema comprensible en todos los idiomas.

Musicalmente, México no estuvo exento de las transformaciones que sufriría el son caribeño a través del tiempo. Dentro de la métrica del son Mariachi se pueden encontrar todo tipo de sincretismos e hibridaciones típicas de la riqueza en el lenguaje musical latinoamericano: canción ranchera, pasodoble, marcha, vals, bolero, danzón, serenata, joropo y hasta ópera, todos modelos del repertorio producto del mestizaje paulatino y del tránsito interminable. 

Pero la diferenciación del Charro dentro de los estratos sociales mexicanos es frecuentemente pasada por alto. La investidura y su quehacer, denotaban ya cierto “linaje” y donaire, y ese estigma se permearía también hacia la música. El estereotipo del hombre fornido, trabajador, revolucionario y reaccionario, estuvo siempre ligado al símbolo del Charro, el bebedor y fiestero. Pero hubo un hombre que logró transformarlo todo a partir de los años 70 y traducirlo con la dulzura de su voz: Alberto Aguilera Valadez, mejor conocido como Juan Gabriel.

Nacido en una familia pobre y caída en desgracia, Alberto descubrió su pasión por la música a la edad de 13 años, bajo la tutela de Juan Contreras. Tras muchos apuros, de probar con la vida nocturna del espectáculo y gracias a varios encuentros fortuitos con José Alfredo Jiménez, finalmente logró firmar contrato con RCA. 

Entre los años 1971 y 1974 Alberto Aguilera (quien ya había adoptado el nombre de Juan Gabriel, en honor a sus dos figuras paternas) desarrolló un lenguaje musical típico de la época donde conjugaba la balada romántica con los ritmos bailables en boga, obteniendo breves éxitos con canciones como No tengo dinero y Será Mañana. 

Pero fue su disco de 1974, junto al Mariachi Vargas de Tecalitlán el que marcaría el punto de inflexión en su carrera. Temas como Se me olvidó otra vez, El Noa-Noa, La diferencia y, posteriormente, su productiva relación artística con Rocío Durcal, permitió a Juan Gabriel transformarse en un artista reconocido, con incursiones en el cine y dar inicio a su carrera por Latino América. 

Tras debutar como productor durante los años 80 y agenciar la carrera de artistas como José José, Juan Gabriel se posicionó como el ícono de la música popular latinoamericana. Sus canciones no tenían límites ni estratos, y sus historias de desamor, entre el bolero y la ranchera, eran escenarios comunes a todo público. Fue gracias a Juan Gabriel que la música popular latinoamericana se transformó en un producto cultural apropiado por todos y cuyo lenguaje era comprensible, no sólo musicalmente sino idiosincráticamente. 

Y fue entonces, a principios de los años 90, cuando Juan Gabriel presentaría uno de los espectáculos más importantes en la historia de la música Mexicana, y que se evidenciaría como tal tan sólo con el transcurrir de los años. Realizado en el Palacio de Bellas Artes de México, entre los días 9 y 12 de Mayo de 1990 y donde cantó acompañado de la Orquesta Sinfónica Nacional de México. Es bien sabido que la distinción tajante entre las clases sociales que tienen acceso a un tipo de instrucción cultural, y aquellas cuyas raíces forjan el folclor de su comunidad, es radical y lo ha sido por decenios, y aquel concierto no sería la excepción. 

La lluvia de críticas no aminoró la potencia del espectáculo y, aferrándose al símbolo nacional y a la identidad mexicana, Juan Gabriel logró demostrar la heterogeneidad de su carrera musical, así como la impronta de su genio en el género: ya no habría más exclusividades luego de aquel Mayo; aún cuando la crítica se hubiese desbocado en “purismos” y “oficialismos”, este era el primer grito a la “diversidad” y la primera grieta de apertura a la ruptura de discursos hegemónicos.

Juan Gabriel permitió al Charro tener sentimientos, y al romántico ser tenaz. Fue testigo de procesos culturales transformadores y son sus canciones su testimonio. Más allá de todas las connotaciones y matices que pudo haber tenido su vida profesional, sobretodo alrededor de su vida íntima, debe ser su producción musical lo que le sobreviva y no al revés.

Larga vida al genio de la música popular, a la voz de México, al Divo de Juárez.