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La madre nunca muere

Una leyenda bretona dice que cuando los barcos naufragan en alta mar y los marineros se ahogan en las profundas aguas, la Mujer de Blanco les susurra al oído…

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Una leyenda bretona dice que cuando los barcos naufragan en alta mar y los marineros se ahogan en las profundas aguas, la Mujer de Blanco les susurra al oído las mismas canciones y las mismas oraciones que aprendieron de sus madres cuando eran mecidos en sus cunas.

Las poesías hablan de la madre que lo es todo a la vez: sagrada y terrena, piedra y estrella, aurora y ocaso, campana y silencio, milicia y ternura.  Una madre buena es como una rosa: da su fragancia a todos los hijos por igual, a los buenos y a los menos buenos.  Como una lámpara encendida en un cuarto oscuro, los ilumina a todos.  La madre buena es como un árbol que da su sombra inclusive al hijo que corta su tronco, y deja su perfume en la misma hacha que la derriba.

Antes de que el hijo nazca, el amor de la madre ya existe.  La hora del alumbramiento se desenvuelve tras la cortina entre lágrimas y risas: todo el heroísmo de la vida de la madre transcurre en profunda sencillez.  De noche, vela.  De día, cuida.

La esperanza de la madre nunca muere.  Abriga en su seno la certeza de que el hijo acabará por superar todos los obstáculos de la vida, porque cada hijo que nace en el mundo lleva inscrito en la profundidad de su ser el rostro de Dios, y porta en sí mismo los genes inmortales capaces de sanar todos los errores, vencer todas las dificultades, y caminar el camino del amor.

No hay nada mejor ni más sano, más sólido y útil para los años postreros que algunos buenos recuerdos, sobre todo si se relacionan con la infancia, con el hogar.  Si un niño acumula esos recuerdos a lo largo de su infancia y adolescencia hasta el final de sus días, se sentirá seguro.  Y aunque sólo conserve un solo recuerdo grato en su corazón, incluso ese puede servir en un momento dado para salvarlo.  “No tengas miedo, yo estoy contigo.”  Las palabras de consuelo que hábilmente administra una madre son la terapia más antigua de la civilización.

El educar en responsabilidad y respeto hacia todos los seres y todas las cosas es trabajo fino y delicado que ocasiona sinsabores, pero… una madre buena sabe que no se puede pulir una gema sin fricciones.  Buena es la madre que enseña al hijo a aceptarse a sí mismo porque lo habrá preparado a perdonar a los demás.  Educa al hijo en la generosidad porque el generoso es inaccesible a las ofensas.  Aunque alguien trate de hacerle daño, la ofensa resbala y no llega a él.  No se siente lastimado, porque es más rápido en perdonar que el ofensor en ofender.

El lienzo que une a la familia proviene del telar materno.  Los hilos amorosos cubren, protegen, remiendan y parchan al entretejerse en la más sencilla y más resistente de las telas: la tela del amor.  Sólo el amor puede dividirse una y otra vez sin disminuir y sin desgastarse.

La vigilancia de superficie sólo advierte los aspectos materiales de las cosas y de los seres, pero la vigilancia profunda de la madre descubre más allá de la piel, los sueños, los anhelos, las cualidades y posibilidades únicas de cada hijo.  Y sus temores.

El cofre del corazón de la madre se abre para guardar las dudas, anhelos, dolores, quereres de cada hijo.  A través de un silencio afectivo crea un estado de comunión con él cuando su consciencia se vuelve atenta para escucharlo.  La mayor atención es el mayor amor.  A mayor comunicación, mayor entendimiento.  El corazón del hijo se abre al amor cuando aprende a responder con atención.  El amor es un estado de atención completa.

Nadie sabe cuánto valen las semillas que se siembran en el corazón de un hijo, ni las ideas que se fijan en su mente, o los principios que se forjan en su espíritu.  En el regazo de las madres de hoy se forman los hombres y mujeres del futuro.

La contribución de las madres a la sociedad es una labor callada, silenciosa, que se ofrece gratuitamente.  La madre no es consciente del incalculable valor que su trabajo representa en la formación de ciudadanos íntegros.  El tiempo, esfuerzo y calidad en la crianza de un hijo no se valora en pesos y centavos; no se puede comprar ni pagar, porque… ¿quién le pone precio?

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