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Mis Sea Monkeys y esa máquina de dulces

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La máquina expendedora tiene, arriba, una caja de policarbonato transparente y, abajo, un depósito de metal, rojo, donde se echan las monedas. En la caja transparente está la ilusión: cientos de pelotitas de colores que encierran —prometen— dulces y chicles, autos que parecen piezas de colección, demonios de Tasmania de silicona, supercherías de Disney y Mattel. Mi hijo quiere varios de ellos así que de cuando en cuando pongo cincuenta centavos de dólar y giro la manivela para que la esfera que cae coincida con su deseo. Pero rara vez la máquina nos premia con Thomas The Train o BumbleBee; casi siempre, nos suelta bolas con juguetes de plástico barato que nunca ensamblan bien y muñecos tan descoloridos como desconocidos. El azar —nuestra soberana entrega a la especulación probabilística— es hábil para devolvernos piedras cuando queremos oro.

Pienso en eso cada vez que siento el runrún alrededor de las bitcoins, los nuevos caramelos del Lejano Oeste digital. Las bitcoins son monedas electrónicas, o sea, microprogramas de software controlados y almacenados en computadoras desperdigadas por todo internet que se usan para comprar y vender cosas o como inversión. Son el equivalente digital del dinero en efectivo, la nueva promesa de una moneda ecuménica y socializada, accesible a casi cualquiera, simpática y provocativa. 

Por el costado lúdico, comprar con bitcoins es como jugar Monopoly en la plaza de Candy Crush con vecinos que son avatares de Second Life y usan dinero de mentirillas. Los criptoapóstoles profetizan que en algún momento más o menos próximo de la historia podremos pagar de todo con bitcoins: el auto, las vacaciones en Bangkok, las ofertas ladinas de los manteros de Lavapiés. Algunos han llegado a sugerir que pueden ser muy útiles para que los ciudadanos de los países más pobres se protejan de sus espantosas y fluctuantes monedas tercermundistas. Los evangelizadores dicen que, como no está regulada por los estados, el valor de la bitcoin jamás será objeto de manipulación política y que, como puede ser accesible a cualquiera, permitirá crear servicios financieros menos costosos prescindiendo de la odiosa banca tradicional. Internet es maravilloso como tierra de promesas redentoras.

Pero las bitcoin son un juguete aun más raro de obtener que los regalitos de la expendedora de mi hijo. Quienes más acceso tienen a ellas viven en Europa, Japón o California y no en Iztapalapa o San Pedro Sula, donde un poco de capital se agradecería con la inmediata proliferación de exvotos para un panteón de santos. Muy pocos las comprenden y muchos menos las conocen. Unos amigos hipsters compraron algunas, las perdieron o, como si fueran dueños de un billete exótico que nadie conoce ni usa, no saben bien qué hacer con ellas. Aun miradas con buena voluntad, las bitcoin suenan más a pasatiempo de fin de semana para especuladores que quieren arañar valor de cada billete lanzado a la boca de las probabilidades, como yo con la máquina de caramelos. 

El dinero virtual es una consecuencia lógica y esperable de la globalización del capital: los billetes de papel se mueven lento entre los bancos; los discretos unos y ceros corren más veloces entre las computadoras. Como muchas grandes historias, las bitcoins son también una materialización del deseo y la codicia —queremos lo que no poseemos. Toda moneda funciona con base en un acuerdo por el que todos aceptamos otorgar valor a dos gramos de metal dorado o a un rectángulo de papel verdoso con la cara del señor de Avena Quaker. 

Las bitcoins hablan más que de su condición de moneda. Emitidas sin regulación de los bancos centrales, parecen realizar el ideal libertario de la independencia definitiva: hago lo que quiero con mi dinero y nadie me echa el ojo. En el extremo, su popularidad absoluta implicaría una refundación del capitalismo. Robert Samuelson escribió que, sin término medio, las criptomonedas son un esquema Ponzi autoengañoso que hará volar a muchos en pedazos o una innovación tecnológica que nos cambiará como lo hizo internet. Una de las mayores operadoras, Mt. Gox, echó a pérdida 460 millones de dólares de inversores y se fue a la quiebra por alguna razón domiciliada entre el emprendedorismo inexperto y la negligencia. El gran problema, dice el Nobel Paul Krugman, es que podríamos estar depositando nuestra confianza en otra nueva burbuja de piel muy fina. Las bitcoins no son reservas de valor sanas pues su cotización fluctúa más que el electrograma de una arritmia cardíaca: en un solo día, pueden ganar o perder un tercio de su precio. Como si fuera el antecedente de un infarto, serían un descanso circunstancial para el valor del dinero hasta el próximo espasmo financiero. 

Aunque todavía hoy las autoridades, perplejas, se rasquen la mollera, en nada de tiempo las monedas electrónicas serán atrapadas por las redes regulatorias de la realpolitik. No hay estado al que agrade el anarquismo, por más innovador que se suponga, ni la disolución libertaria, por más purismos que proclame. El Bundesbank alemán no las respalda y el buscador Baidu, el Google chino, dejó de prestarles atención cuando el Banco Central de Beijing frunció la boca. En Estados Unidos tampoco saben bien cómo mirarlas. La Fed aun no decide si debe echarle encima a sus expertos de terno y anteojos gruesos o llamar al falsificador y escapista Frank Abagnale, porque, ¿es esto un medio de pago razonable o un colador para lavar dinero? El IRS tampoco tiene claro cómo pasarla por el rasero fiscal dado que cada opción supone una definición política: si la bitcoin es una moneda, todos los contribuyentes pagan al fisco, pero si es una inversión de capital, los ricos pagan menos, en proporción, que los demás. ¿Qué tipo de intangible tradicional es un intangible posmoderno?

Nacidas en internet, donde la realidad no existe sino que es supuesta, las bitcoin son la summa del dogma tecnológico: una abstracción financiera basada en algoritmos montada con intercambios virtuales entre operadores que mantienen relaciones distantes y abstractas. (¿Ah?) Desde el principio, parece evidente suponer que nada sea lo que parece si se habla de una moneda intocable. Su inventor, Satoshi Nakamoto, es un seudónimo pero nadie sabe bien si es un matemático japonés, un grupo de programadores estadounidenses o un finlandés aburrido. Newsweek dijo haberlo hallado en California cuando se topó con un homónimo que resultó ser un ingeniero tan cascarrabias como presuroso para llamar a la policía apenas vio al reportero. 

Cuando era pequeño, mi padre gastó no sé cuánta tontería de dinero para regalarme las mismas alegrías que yo procuro dar a mi hijo. En mi infancia fueron los Sea Monkeys. Comprabas un sobre con un polvo que creías mágico, lo echabas al agua y en un tiempo impreciso tus nuevas mascotas nadarían en la pecera. Los Sea Monkeys son, en realidad, artemias salinas, una especie de krill con mil patas y cabeza de pez martillo, pero entonces venían en un sobre ilustrado con unas iguanas con cuerpo y cara de humanos, cuernos y cola de diablo. Aparecían perturbadoramente desnudas y sonreían con la felicidad de un americano en una publicidad de autos de 1960. Por supuesto, nunca vi un Sea Monkey en mi vida, así que después de un tiempo de frustraciones mutuas papá dejó de comprarlos. Como las pelotas con Thomas The Train, a los Sean Monkeys también los vendían en las expendedoras de quarters. Y como ellas, también prometían lo que escasamente cumplían.  

Lo mismo podría valer para la pesca de bitcoins. Las artemias salinas de papá costaban dinero contante y sonante, igual que mis fallidos intentos de pesca del Demonio de Tasmania de silicona para mi hijo e igual que las bitcoins, pues, claro, el único modo de poseerlas es pagando por ellas con nuestros ahorros. Lección simple: incluso para coquetear en el hipermodernismo del billete invisible dependemos de un invento del siglo VII como el papel moneda. Los clásicos perviven. No se puede vivir del aire ni en el aire mismo.

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